¿Sirve de algo entrenar la memoria de trabajo?

Dice la canción que tres cosas hay en la vida: salud, dinero y amor. Si hubiera que añadir una cuarta, mi voto va para la memoria de trabajo (MT). Es uno de esos constructos mágicos que parece predecirlo casi todo en la vida: capacidad lectora, rendimiento en matemáticas, aprendizaje de idiomas… De todo. Ante esta evidencia, es tentador pensar que entrenando la MT se podría desarrollar cualquier capacidad cognitiva. Si esto fuera cierto, el rendimiento intelectual podría mejorarse fácilmente mediante sencillos juegos de ordenador que nos obligaran a ejercitar la MT. Y, en efecto, decenas de estudios parecen (o parecían) sugerir que estos programas de entrenamiento funcionan. Sin embargo, un artículo recién publicado por Monica Melby-Lervåg, Thomas Redick y Charles Hulme desafía esta conclusión.

El artículo presenta un meta-análisis de 145 comparaciones experimentales publicadas en 87 artículos. Los resultados pueden resumirse en la figura que reproduzco bajo estas líneas. La columna de la derecha diferencia tres tipos de estudios, dependiendo de si se comprueba el efecto del entrenamiento en habilidades similares a las entrenadas (near-transfer effects), parcialmente similares a las entrenadas (intermediate-transfer effects) o totalmente diferentes a las entrenadas (far-transfer effects). Un primer patrón que puede observarse es que los efectos sólo son grandes en las dos primeras categorías. Entre los estudios que exploran el efecto del entrenamiento sobre habilidades lejanas, los efectos son siempre cercanos a cero.

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La figura también clasifica los estudios en función de si utilizan un grupo de control “no tratado” o un grupo de control “tratado”. Los primeros son estudios donde los participantes del grupo de control no realizan ninguna actividad mientras los participantes del grupo experimental reciben el tratamiento. Como puede verse en la figura, los estudios que utilizan este tipo de grupo control pasivo son los que arrojan resultados más prometedores. Por desgracia, este tipo de grupo de control deja mucho que desear. Sería como comprobar la eficacia de una medicina utilizando como control a un grupo de personas que no consume ningún medicamento alternativo, ni siquiera un placebo.

hulme_fig_3El resultado más interesante del artículo, a mi juicio, es el análisis de la distribución de valores-p. En cualquier área de investigación “sana”, donde se exploran efectos reales, la distribución de valores-p suele mostrar asimetría a la derecha. Esto es, hay muchos más estudios con valores-p entre 0.00 y 0.01 que entre 0.04 y 0.05. La gráfica 3 del artículo, que reproduzco a la izquierda, muestra justo el patrón contrario entre los estudios que utilizaron controles “tratados”. Este tipo de distribución plana -o incluso con asimetría  a la izquierda- es el que suele observarse en presencia de falsos positivos. De hecho, aunque los autores son demasiado benévolos para discutir esta posibilidad, la asimetría a la izquierda sugiere que estos estudios podrían estar sesgados por cierta dosis de p-hacking. Es decir, que los datos podrían haberse analizado una y otra vez de diversas maneras hasta que, por azar, se obtuvieron resultados significativos.

Estos resultados revisten una especial importancia para el diseño de intervenciones educativas para niños con problemas de aprendizaje. Entre algunos profesionales comenzaba a cuajar la idea de que estos problemas podían paliarse mediante el entrenamiento de la MT. Los resultados de este meta-análisis sugieren que este tipo de prácticas están seguramente avocadas al fracaso.

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Melby-Lervag, M., Redick, T. S., & Hulme, C. (2016). Working memory training does not improve performance on measures of intelligence or other measures of “far transfer”: Evidence from a meta-analytic review. Perspectives on Psychological Science, 11, 512-534.

Cómo (no) saber si un proceso mental es inconsciente: El caso del aprendizaje implícito

Las técnicas estadísticas que utilizamos habitualmente en los experimentos de psicología están pensadas para evitar caer en el error de ver una pauta donde sólo hay ruido y azar. Precisamente por eso, estas técnicas no deben utilizarse cuando lo que queremos hacer es demostrar que los datos se deben al azar. A pesar de ello, hay grandes áreas de investigación donde se cae en este error de forma rutinaria. Un ejemplo fascinante es la investigación sobre aprendizaje implícito (o inconsciente). Según un meta-análisis reciente, buena parte de lo que creemos saber sobre el aprendizaje inconsciente podría estar sesgado por este sencillo error. Continúa leyendo en Ciencia Cognitiva…

La disonancia cognitiva, o cómo el ser humano se convierte en esclavo de sí mismo

El amable email de una lectora ha rescatado de lo más profundo de mi memoria este artículo que escribí hace ya diez años para la antigua Psicoteca. A pesar del tiempo transcurrido, creo que no ha perdido un ápice de vigencia. Lo reproduzco aquí para que continúe su andadura por los horizontes de la web social.

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Es más que probable que usted esté familiarizado con la siguiente situación: está charlando tranquilamente con sus amigos y de repente unos comentarios sobre política hacen que el ambiente empiece a cargarse. Pronto comienza una discusión en la que cada uno defiende a un determinado partido, exponiendo a los demás sus razones. Todos conocemos más o menos cómo terminan estas cosas: al final de la discusión nadie ha logrado su objetivo, convencer a los demás. Lo más triste es que uno no puede evitar tener la sensación de que los argumentos expuestos por cada bando sólo trataban de convencer a sus propios partidarios. O al menos así lo parece.

En estas situaciones siempre da la impresión de que, en realidad, no defendemos cierta postura por una serie de razones (las que ofrecemos a los demás), sino que damos esas razones porque defendemos cierta postura. Dicho de otra forma, no nos molestamos en pensar lo que hacemos, pero sí que nos molestamos en pensar cómo vamos a justificar (ante los demás y ante nosotros mismos) lo que hemos hecho.

Y es que el ser humano tal vez no sea un animal muy racional, pero de lo que no hay duda es de que es un animal un poco obsesionado por la coherencia. Y también por la apariencia. Una vez tomada una decisión, nos cuesta reconocer que tal vez nos hayamos equivocado. Nos resulta más fácil ponernos a defender la alternativa elegida con uñas y dientes, porque así podemos percibirnos a nosotros mismos como personas coherentes, y porque, además, defendiendo nuestra elección, nos convencemos de que hemos elegido bien (si no ¿por qué iba a haber tantas razones para actuar como hemos actuado?), de que somos personas sabias, con convicciones sólidas… y un largo etcétera. Siempre tratando de quedar bien con los demás y de ser capaces de dormir con la conciencia tranquila.

Este tipo de fenómenos han sido bien estudiados por los psicólogos y cuentan desde hace tiempo con explicaciones interesantes, como la teoría de la disonancia cognitiva de Leon Festinger. Según este autor, las personas nos sentimos incómodas cuando mantenemos simultáneamente creencias contradictorias o cuando nuestras creencias no están en armonía con lo que hacemos. Por ejemplo, si normalmente votamos al partido A pero resulta que nos gusta más el programa electoral del partido B, es posible que sintamos que algo no marcha bien en nosotros. Según la teoría de la disonancia cognitiva, las personas que se ven en esta situación se ven obligadas a tomar algún tipo de medida que ayude a resolver la discrepancia entre esas creencias o conductas contradictorias. En el ejemplo del partido político, podemos optar por cambiar nuestro voto en las próximas elecciones, o bien podemos dar menos valor a los contenidos del programa del partido B (por ejemplo, recordando que en realidad pocos partidos cumplen con todo lo que prometen en sus programas).

De la misma forma, cuando en una discusión una persona deja clara su postura, a continuación se ve obligado a dar argumentos a favor de la misma. Si no lo hiciera, se vería obligado a reconocer que la alternativa contraria también es válida, lo que entraría en contradicción con sus creencias previas, o tendría que admitir que en realidad no tiene ninguna razón para sostener tal postura, lo que entraría en contradicción con una creencia aún más importante: “soy una persona inteligente y con fundamento”.

La teoría de la disonancia cognitiva es una hipótesis sugerente que nos permite entender de forma sencilla muchas de las aparentes paradojas y sinrazones del comportamiento humano, algunas de las cuales (como las anteriores) se muestran en cada detalle de nuestra vida cotidiana. Y, frente a otras explicaciones muy atractivas pero poco rigurosas de la interacción social, cuenta con la ventaja de estar respaldada por numerosos experimentos.

Al famoso científico cognitivo Michael Gazzaniga le debemos algunos de los más interesantes. Este investigador se preocupó por estudiar los efectos que una intervención quirúrgica, la comisurectomía, podía tener sobre los pacientes en los que se realizaba. La operación se lleva a cabo en casos excepcionalmente graves de epilepsia y consiste en seccionar el cuerpo calloso, un haz de fibras que conecta los dos hemisferios cerebrales, de modo que los ataques epilépticos no puedan pasar de un hemisferio a otro. Contrariamente a lo que cabría esperar, los pacientes sometidos a esta intervención llevan una vida completamente normal y en raras ocasiones es posible percibir efecto negativo alguno de la operación. Michael Gazzaniga trató de encontrar una situación en la que se pudieran observar los efectos secundarios de esta intervención.

En un experimento famoso, Gazzaniga expuso a varios de estos pacientes a una situación en la que a cada hemisferio cerebral se le presentaba una imagen distinta. Por ejemplo, al hemisferio izquierdo se le presentaba la imagen de una pata de pollo y al hemisferio derecho se le presente un paisaje con nieve. Como en estos pacientes el cuerpo calloso estaba seccionado, la información no podía pasar de un hemisferio al otro. Esto implicaba que el hemisferio izquierdo sólo “veía” la pata de pollo y el hemisferio derecho sólo “veía” el paisaje con nieve. Después de ver estás imágenes, los participantes tenían que elegir entre otros dos dibujos aquél que tuviera alguna relación con lo que acababan de ver. Por ejemplo, se les daba a elegir entre el dibujo de una gallina y el dibujo de una pala para quitar nieve. En esta ocasión la respuesta correcta dependía por supuesto del hemisferio del que se tratase. Si era el hemisferio izquierdo el que hacía la elección, entonces la respuesta correcta era la gallina; pero si elegía el hemisferio derecho, entonces la respuesta correcta era la pala.

Una paciente que participaba en este experimento eligió la pala con la mano izquierda y la gallina con la mano derecha. Obviamente, lo que había pasado es que cada hemisferio había elegido y ejecutado la respuesta correcta. Lo interesante sucedió cuando a la paciente se le preguntó por su elección. La respuesta la tuvo que elaborar su hemisferio izquierdo, que es el que se encarga del lenguaje. Pero, como este hemisferio no tenía acceso a toda la información necesaria para dar una explicación (en concreto, este hemisferio no tenía constancia de que se hubiera presentado la escena con nieve), se inventó una explicación de lo más particular: “Muy fácil. La pata de pollo corresponde a la gallina y necesito una pala para limpiar el gallinero”.

Tal vez esta sea la muestra más clara de hasta qué punto las personas necesitamos ser congruentes con nosotras mismas y justificar nuestras acciones incluso cuando las hemos realizado sin razón alguna o cuando desconocemos los motivos. Lo peor es que esta tendencia a dar explicaciones de lo que hacemos acaba convirtiéndonos en esclavos de lo que ya hemos hecho, de unas elecciones que, de haberlo pensado, tal vez no hubiésemos realizado. Una vez elegida la pala, preferimos ponernos a limpiar el gallinero antes que reconocer que no sabemos por qué la elegimos. Y dado que, ya sea por ser impulsivos o por no pararnos a pensar lo suficiente, rara vez sabemos por qué hacemos las cosas, gran parte de nuestra vida se convierte en una actuación para nosotros mismos.

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Festinger, L. (1957). A theory of cognitive dissonance. Evanston, IL: Row and Peterson.

Gazzaniga, M. S. (1985). The social brain. Nueva York: Basic Books. [Traducción castellana: El cerebro social, Alianza, Madrid, 1993.]

Buscando recuerdos con la mirada

Si alguna vez has tenido que aprender las valencias del carbono o la declinación de rosa, rosae, seguramente compartirás mi envidia por la memoria de un ordenador. Salvo que un golpe inesperado fulmine la vida de nuestro disco duro, podemos contar con encontrar en él nuestras fotos, vídeos y música, a cualquier hora y en cualquier lugar, siempre con la misma calidad. Nuestra memoria, por el contrario, no puede ser más caprichosa. Nos deja tirados en medio de un examen y nos viene con las respuestas correctas quince minutos después, cuando ya no las necesitamos.

Desde hace tiempo sabemos que uno de los factores que determinan si seremos capaces de recordar algo es cuánto se parece la situación actual a la situación en la que aprendimos originalmente esa información. Se trata de una hipótesis que se ha puesto a prueba con los métodos más variopintos imaginables. Por ejemplo, se sabe que si un grupo de buceadores estudia una lista de palabras bajo el agua, es más probable que recuerden las palabras correctamente si se les pide que lo hagan bajo el agua que si tienen que hacerlo en la superficie. También sabemos (niños, no intentéis esto en vuestros hogares) que si algo se aprende estando bajo el efecto de una droga, puede ser más fácil recordarlo después cuando se vuelve a estar de nuevo bajo los efectos de esa droga.

johansson_figSegún un estudio de Johansson y Johansson que acaba de publicarse en Psychological Science, la propia dirección de la mirada podría servir como clave de recuperación cuando intentamos recordar algo. En este experimento, los participantes debían estudiar durante unos segundos una imagen como la que podéis ver aquí. Tras retirar la imagen, los participantes debían responder a preguntas sobre los estímulos que se habían presentado en la pantalla. Se trataba de preguntas sencillas como, por ejemplo, en qué dirección miraba Santa Claus o qué había a la derecha de la silla. Lo interesante, es que  mientras los participantes respondían a estas preguntas se les obligaba a mirar a ciertos lugares de la pantalla, usando un eyetracker para comprobar que los participantes efectivamente estaban mirando a donde se les pedía. Los resultados muestran que los participantes recordaron mejor las imágenes cuando se les obligaba a dirigir la mirada hacia los lugares donde se habían presentado los estímulos a los que se referían las preguntas. Incluso cuando no se obligaba a los participantes a mirar a ningún lugar en concreto, era más probable que recordaran las respuestas correctas si su mirada se dirigía espontáneamente al lugar donde se habían presentado esos estímulos. De modo que, ya sabes: la próxima vez que no consigas recordar algo, prueba a mirar en la dirección adecuada.

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Johansson, R., & Johansson, M. (en prensa). Look here, eyemovements play a functional role in memory retrieval. Psychological Science.

Las imágenes del cerebro no son tan seductoras

neuroimageHace cinco años, McCabe y Castel (2008) publicaron un interesante estudio en el que mostraban que los textos de neurociencia resultaban más “seductores” si incluían imágenes de la actividad cerebral. Los participantes leían un artículo divulgativo sobre el funcionamiento del cerebro y tenían que decir hasta qué punto estaban de acuerdo con sus conclusiones. Para la mitad de los participantes, el texto iba acompañado de una imagen del cerebro que mostraba activación en los lóbulos frontales. Para la otra mitad, el texto no tenía ninguna imagen. Los resultados del estudio mostraban que los participantes que leían el texto con la imagen decían estar más de acuerdo con las conclusiones. Se trata de uno de los artículos más populares de los últimos años, tal y como lo muestran las más de 100 citas que acumula en la Web of Science.

Sin embargo, según un estudio que acaban de publicar Michael y colaboradores (2013) en Psychonomic Bulletin & Review, sus conclusiones podrían haber dejado de ser válidas. En este artículo se publican los resultados de diez intentos de replicar el estudio original con procedimientos diferentes y muestras diversas. Algunas de estas réplicas arrojan resultados similares a los de McCabe y Castel, pero otras no muestran efecto alguno de presentar las imágenes de cerebros. Al realizar un meta-análisis conjunto del estudio de McCabe y Castel y de las diez réplicas de Michael y colaboradores se observa que la diferencia entre ambas condiciones es realmente minúscula: De promedio, las personas que leían el texto con las imágenes estaban de acuerdo con las conclusiones sólo un 2.4% más que las personas que leían el texto sin las imágenes. Esta diferencia apenas es marginalmente significativa (p = 0.07).

Una posible interpretación de esta discrepancia es que el estudio original de McCabe y Castel podría haber exagerado el efecto real de incluir imágenes de cerebros en los textos de neurociencias. Pero una conclusión igualmente válida es que en los cinco años que han pasado desde aquel estudio podría haber cambiado el efecto de estas imágenes. A medida que la población se ha ido familiarizando con los experimentos de neurociencias y con las posibles limitaciones de este tipo de estudios, es posible que la gente haya desarrollado cierto escepticismo hacia ellos o que haya aprendido a valorarlos más objetivamente.

Sin embargo, esta interpretación también podría estar pecando de optimista. En el artículo de Michael y colaboradores también se resumen los resultados de cinco intentos de replicar otro experimento famoso sobre el sex-appeal de las neurociencias. En este caso se trata de un estudio de Weisberg y colaboradores (2008) en el que se observaba que la credibilidad de una explicación científica mala aumentaba si el texto incluía cháchara neurocientífica. Según los resultados de Michael y colaboradores este resultado sí que se puede replicar sin problemas. Se observa claramente en cuatro de las cinco réplicas que han realizado. Según estos datos, el lenguaje neurocientífico aumenta en un 6.67% la credibilidad de las explicaciones científicas.

Por lo tanto, si las imágenes de cerebros no resultan convincentes, probablemente esto no se deba a que la gente se haya hecho más escéptica. Más bien, parece que cuando un texto ya está cargado de lenguaje neurocientífico es poco lo que las imágenes de cerebros pueden hacer por incrementar aún más su credibilidad. Tal vez sea uno de los pocos casos en los que mil palabras valen más que una imagen.

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McCabe, D. P., & Castel, A. D. (2008). Seeing is believing: The effect of brain images on judgments of scientific reasoning. Cognition, 107, 343-352.

Michael, R. B., Newman, E. J., Vuorre, M., Cumming, G., & Garry, M. (2013). On the (non)persuasive power of a brain image. Psychonomic Bulletin & Review, 20, 270-725.

Weisberg, D. S., Keil, F. C., Goodstein, J., Rawson, E., & Gray, J. R. (2008). The seductive allure of neuroscience explanations. Journal of Cognitive Neuroscience, 20, 470-477.

¿El ocaso del priming social?

Durante las dos últimas décadas, la psicología social ha sido un hervidero de incesantes descubrimientos, cada cual más sorprendente que el anterior. Juzguen ustedes mismos. Utilizar palabras relacionadas con la tercera edad nos hace movernos más despacio. Al ver el logo de Apple repentinamente nos volvemos más creativos. Rendimos más en una prueba de cultura general si antes hemos pensado en un catedrático universitario. Es más probable que nos prestemos voluntarios a participar en un estudio de psicología si justo antes hemos tocado un osito de peluche… Estos y otros experimentos similares vendrían a confirmar la omnipresencia de lo que se ha venido a llamar priming social: la fuerte influencia que, conforme a esta literatura, ejercen sobre nuestra conducta claves sutiles, por mecanismos que escapan a nuestro control consciente.

No es extraño que este tipo de resultados se haya abierto camino rápidamente en los manuales de psicología social y que actualmente se expliquen en cualquier curso universitario sobre la materia. Se trata de hallazgos interesantes e incluso perturbadores. Sin embargo, el adjetivo que mejor los define es “sorprendentes”. Primero, porque cuestionan nuestra concepción general sobre qué determina nuestra conducta y qué papel juega la voluntad consciente en ella. Y, segundo, porque aunque en el área de la psicología cognitiva también se han encontrado diversos ejemplos de priming, estos fenómenos casi siempre tienen un efecto pequeño, breve y sumamente efímero. Por ejemplo, resulta más fácil reconocer que la palabra “león” se refiere a un animal si antes hemos sido brevemente expuestos al nombre de otro animal. Sin embargo, pequeñas alteraciones del procedimiento experimental son suficientes para que esos efectos desaparezcan. A la luz de lo difícil que es observar el priming semántico o afectivo en el laboratorio, los experimentos que documentan que observar el logo de Apple o tocar un osito de peluche pueden influir en nuestra conducta social parecen sencillamente extraordinarios. Y ya se sabe lo que sucede con las afirmaciones extraordinarias: que requieren pruebas extraordinarias.

¿Demasiado bonito para ser cierto? Varios estudios realizados en los últimos meses así lo sugieren. La polémica sobre la credibilidad de estos resultados se desató cuando Doyen, Klein, Pichon y Cleeremans, de la Universidad Libre de Bruselas, publicaron en PLoS ONE un breve informe en el que describían dos experimentos en los que no habían conseguido replicar un famoso ejemplo de priming. Cuando apenas se ha calmado el revuelo causado por aquel artículo, PLoS ONE publica ahora un estudio similar de Shanks, Newell y colaboradores que echa otro jarro de agua fría a los investigadores del llamado priming social. En esta ocasión se han realizado nada menos que nueve experimentos en los que se intentaba replicar, sin éxito, otro estudio particularmente popular. El dudoso honor le ha correspondido esta vez al hallazgo de Dijksterhuis y van Knippenberg de que las personas puntúan más en una prueba de cultura general si antes han pasado un tiempo pensando en un profesor universitario que si han estado pensando en un grupo de hooligans.

A la publicación del artículo de Shanks y colaboradores le ha seguido una agria polémica, desgraciadamente similar a la que tuvo lugar en ocasiones anteriores. La reacción de Dijksterhuis ante estos resultados es ligeramente más diplomática, pero en lo sustancial se diferencia poco de la defensa que Bargh hizo de sus propios experimentos cuando fueron cuestionados por Doyen y colaboradores. También en esta ocasión, Dijksterhuis achaca la divergencia de resultados a “los extremadamente poco profesionales” experimentos de Shanks, a los que califica de “sub-standard”, y a la posible existencia de moderadores (aún desconocidos) que tal vez estén determinando si el efecto se observa o no. No han faltado tampoco en esta ocasión los habituales ataques a la política de revisión de PLoS ONE. Dijksterhuis ha señalado también que el efecto de priming de conductas inteligentes se ha replicado en numerosas ocasiones.

A mi juicio, una de las intervenciones más destacadas en este debate se la debemos a Gregory Francis, que recientemente ha publicado una nota en el foro de PLoS ONE cuestionando la integridad de las publicaciones originales sobre el priming de conductas inteligentes. Aplicando un sencillo análisis, Francis observa que la potencia estadística de los experimentos originales de Dijksterhuis es relativamente baja, en torno a un 50%. Esto supone que aunque el efecto existiera realmente, uno sólo esperaría observarlo realmente en aproximadamente la mitad de los experimentos realizados con esa potencia estadística. Sin embargo, en el artículo original de Dijksterhuis y van Knippenberg el efecto resultó ser significativo en los cuatro experimentos que allí se publicaban. Respondiendo a la pregunta de más arriba, estos datos son demasiado bonitos para ser ciertos. Esto no quiere decir que los autores hayan mentido sobre los resultados, pero sí invita a sospechar que o bien los experimentos en los que no se observaba el efecto no se publicaron o bien que en el análisis de los datos se utilizaron diversas estratagemas que sabemos que aumentan la posibilidad de obtener un falso positivo.

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Doyen S., Klein O., Pichon C.-L., & Cleeremans, A. (2012). Behavioral priming: It’s all in the mind, but whose mind? PLoS ONE, 7, e29081.

Shanks, D. R., Newell, B. R., Lee, E. H., Balakrishnan, D., Ekelund, L., Cenac, Z., Kavvadia, F., & Moore, C. (2013). Priming intelligent behavior: An elusive phenomenon. PLoS ONE, 8, e56515.

¿Es irracional ser irracional?

Los psicólogos experimentales somos expertos en diseñar tareas que desafíen las capacidades de memoria, aprendizaje o percepción de cualquier persona. Pero pocas tareas son tan endiabladamente difíciles como la que acabo de conocer gracias a un artículo recién publicado en Psychological Review. Se trata del llamado Harvard Game. Al participante se le pone delante de un ordenador y se le dice que el juego consiste en elegir en cada ensayo si va a pulsar el botón A o el botón B. Si pulsa el botón A, su probabilidad de ganar depende de lo que haya hecho en los diez ensayos anteriores: cuantas más veces haya pulsado el botón A en el pasado, más probabilidades tiene de volver a ganar si vuelve a pulsar el botón A. Por ejemplo, si en los 10 ensayos anteriores ha pulsado 10 veces la A, su probabilidad de ganar si vuelve a pulsar la A puede ser, por ejemplo, de un 70%. Sin embargo, si en ninguno de los 10 ensayos anteriores ha pulsado la A, entonces su probabilidad de ganar si vuelve a pulsar la A es cero. Hasta aquí sencillo. ¿Pero qué sucede con el botón B? Pues bien, si el participante pulsa el botón B sus probabilidades de ganar en cualquier ensayo son, por ejemplo, un 20% mayores que las que tendría si pulsara el botón A. Es decir, si la probabilidad de ganar en un ensayo pulsando el botón A es del 50%, entonces la probabilidad de ganar pulsando B en ese ensayo es del 70%.

El lector tal vez no se haya dado cuenta todavía, pero esta situación supone un auténtico dilema para la toma de decisiones. En cualquier momento determinado, siempre es más probable ganar si se pulsa el botón B. Sin embargo, cuantas más veces se pulse el botón B, menos veces se habrá pulsado el botón A, y es este número de veces que se ha pulsado A en los 10 ensayos anteriores el que determina las probabilidades de ganar tanto para A como para B. Es decir, que si se pulsa A con poca frecuencia, la probabilidad de ganar pulsando cualquier botón baja dramáticamente. Por tanto, se trata de una situación en la que perseguir el interés a corto plazo pulsando el botón B reduce las posibilidades de ganar premios a largo plazo pulsando cualquier botón. El jugador inteligente debería pulsar siempre A, porque esa es la forma de maximizar el número total de premios que se pueden conseguir a lo largo de la partida.

Lógicamente, las personas rara vez se comportan así. Y la inferencia lógica que los psicólogos experimentales suelen extraer es que las personas no somos racionales y que sacrificamos el beneficio a largo plazo en favor de la satisfacción inmediata, como cuando hipotecamos nuestra salud fumando o comiendo más de la cuenta en Navidad.

El artículo publicado en Psychological Review que firman Chris Sims y sus colaboradores se propone desafiar esta idea de que una ejecución pobre en el Harvard Game puede tomarse como un indicador de irracionalidad. El desarrollo de sus ideas es complejo, pero el punto de partida es bien sencillo. Cuando el experimentador programa esta tarea, él sabe cómo funciona. Sabe que la probabilidad de ganar premios depende de cuántas veces se pulsa A y sabe que es en concreto el número de respuestas A en los últimos 10 ensayos lo que cuenta. Y sabe que la mayor probabilidad de ganar con B es una trampa a largo plazo. Pero el participante que se sienta ante el ordenador no sabe nada de todo esto. Lo tiene que aprender a partir de su interacción con el programa de ordenador. Y según Sims y colaboradores esta “sencilla” tarea de aprender lo que sucede en el programa tiene una elevadísima complejidad desde un punto de vista computacional.

Para demostrarlo, estos autores han diseñado un modelo de aprendizaje basado en principios de inferencia bayesiana. Este modelo representa lo que una persona inteligente debería hacer y aprender sobre el funcionamiento del programa desde un punto de vista racional. En otras palabras, este modelo representa cómo debería enfrentarse a la tarea un ser humano perfecto. A este modelo se le proporciona como input la información que ven los participantes reales a lo largo del experimento y su tarea es construir una representación exacta de cuáles son las reglas que determinan cuánto dinero se gana en el juego. Pues bien, el resultado de sus simulaciones es que en la mayor parte de los casos el modelo apenas es capaz de aprender cuáles son esas reglas. Si acaso, a base de proporcionarle cantidades masivas de evidencia finalmente llega a atisbar, pero con dudas, cuáles son esas reglas. Si este programa sofisticado y racional no es capaz de aprender a desempeñarse efectivamente en el Harvard Game, ¿cómo podemos culpar a los seres humanos de no ser capaz de hacerlo mejor? Cuando un agente perfectamente inteligente no es capaz de solucionar un problema, ¿podemos tachar de irracionales a las personas que no consiguen hacerlo mejor?

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Sims, C. R., Neth, H., Jacobs, R. A., & Gray, W. D. (2013). Melioration as rational choice: Sequential decision making in uncertain environments. Psychological Review, 120, 139-154.

El TDAH se sobrediagnostica

Leo, un niño de 10 años, es muy activo y está lleno de energía. Le gusta moverse, y habla y se ríe un montón. Es popular en su clase, un líder entre los niños. Sin embargo, su temperamento causa problemas, sobre todo con el profesor de matemáticas y biología. El profesor dice que Leo se distrae con facilidad por cualquier cosa. A veces parece que no escucha cuando habla el profesor. Tiene problemas para mantener la atención en una misma tarea durante un tiempo prolongado. Leo siempre se está moviendo. Juguetea constantemente con los pies y se revuelve en el asiento. Esto produce verdaderos problemas en esas dos asignaturas. Por eso, el profesor ha contactado con los padres. Los problemas empezaron hace aproximadamente un año, al principio del cuarto curso, cuando este profesor comenzó a encargarse de la clase de Leo. Otros profesores también se han fijado en el temperamento de Leo y en su nivel de actividad, pero esto no ha provocado problemas en otras asignaturas. Los padres de Leo han consultado a un pediatra y no ha encontrado ninguna enfermedad somática. Fuera de la escuela, Leo no tiene ninguno de estos problemas. Obedece a sus padres y respeta las normas de casa. Le gusta jugar con su hermana y se lleva bien con sus amigos. ¿Qué le pasa a Leo?

Si usted opina como el 17% de los psicoterapeutas interrogados por Bruchmüller y sus colaboradores responderá que Leo presenta un trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH). Lo preocupante es que, de hecho, Leo no presenta los síntomas necesarios para diagnosticar el tal vez demasiado popular TDAH. Según el Manual diagnóstico y estadístico de trastornos mentales (DSM-IV) y el Sistema internacional de clasificación de enfermedades (ICD-10), para poder diagnosticar el TDAH debe cumplirse, entre otros criterios, que haya al menos seis síntomas diferentes de inatención y otros seis síntomas de hiperactividad, que la aparición de esos síntomas sea anterior a los siete años de edad y que den lugar a problemas en al menos dos ámbitos diferentes. Estos criterios no se cumplen en el caso de Leo, que por tanto nunca debería ser diagnosticado con TDAH.

Si Leo resulta llamarse Lea, está de suerte. Los resultados muestran que este inocente cambio en la historia supone una diferencia radical en la tasa de sobrediagnóstico. La versión femenina tiene la mitad de probabilidades de ser diagnosticada con TDAH. Esto sugiere, entre otras cosas, que muchos psicoterapeutas pueden estar basando sus diagnósticos más en el estereotipo que tienen de los pacientes con un trastorno –que en el caso del TDAH encaja mejor con la imagen de un niño varón–que en los genuinos criterios diagnósticos que deben usarse según el DSM-IV y el ICD-10.

La situación podría ser bastante más grave de lo que los datos anteriores dan a entender, habida cuenta de que ese 17% de sobrediagnóstico del TDAH posiblemente subestima la tasa real de sobrediagnóstico. Los terapeutas que participaron en este estudio sabían que sus respuestas estaban siendo escrutadas con detalle y que iban a ser objeto de análisis por parte de los autores del estudio. Cabe pensar que sus diagnósticos habrán sido más cuidadosos que si nadie les hubiera supervisado. Es más, ese 17% no incluye a todos los psicoterapeutas que no terminaron de dar el diagnóstico de TDAH, pero decían sospechar que podría ser un caso de TDAH. Es más que probable que en estos casos dudosos, algunos de estos terapeutas se habrían inclinado finalmente por suscribir el diagnóstico. Lo más grave es que estos terapeutas que diagnosticaron erróneamente el TDAH también fueron los más proclives a proponer tratamientos psicológicos y farmacológicos, exponiendo así a los pacientes a un innecesario riesgo de padecer efectos secundarios y trasladando a la sociedad un coste médico igualmente prescindible.

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Bruchmüller, K., Margraf, J., & Schneider, S. (2012). Is ADHD diagnosed in accord with diagnostic criteria? Overdiagnosis and influence of client gender on diagnosis. Journal of Consulting and Clinical Psychology, 80, 128-138.

Pensar rápido, pensar despacio

Dicen que hay dos tipos de personas: las que creen que hay dos tipos de personas y las que no. El genial Daniel Kahneman es de los que cree que cada uno de nosotros somos dos tipos de persona. En su último libro, Pensar rápido, pensar despacio, nos invita a conocer a los dos individuos que habitan en nuestro interior, a los que siguiendo una reciente convención en psicología cognitiva nos presenta con los nombres de Sistema 1 y Sistema 2. Si alguien nos pregunta cuánto son 4 x 4, respondemos rápidamente, sin hacer el más mínimo esfuerzo. El Sistema 1 se ha hecho cargo de la tarea. Funciona de forma automática, sin requerir la intervención de la conciencia y por mecanismos puramente asociativos. Apenas podemos controlarlo o saber cómo hace su trabajo. Como por arte de magia, nos proporciona una respuesta al problema en cuestión. Pero a veces no se enciende la bombilla. Multiplicar 4 x 4 es una cosa. ¿Pero multiplicar 121 x 27? Aquí esa “intuición” permanece en silencio y no nos deja más remedio que pararnos a pensar con detenimiento o, directamente, a coger lápiz y papel. Ahora el Sistema 2 toma las riendas. Nos embarcarnos en un procesamiento más exigente, donde las ideas van siendo barajadas, descartadas, y manipuladas una a una en el foco de nuestra conciencia. No es sencillo, pero al final damos con la solución.

Aunque deleguemos muchas tareas sin importancia en el Sistema 1, nos gusta creer que para todo lo importante confiamos en el racional y cuidadoso Sistema 2. No en vano nos hemos bautizado como Homo sapiens. Pero si algo nos demuestran décadas de psicología cognitiva es que casi siempre es el Sistema 1 quien está al mando. Con frecuencia, decisiones cruciales como dónde invertir nuestro dinero, si comprar un seguro de vida y cuál, a quién votar en las próximas elecciones o a quién confiar la educación de nuestros hijos las terminamos afrontando en base a las tentadoras “soluciones” que nos brinda el Sistema 1. Muchas veces acierta. Pero a veces falla estrepitosamente.

La gran contribución de los investigadores de la toma de decisiones, entre quienes Daniel Kahneman y el difunto Amos Tversky brillan con luz propia, es precisamente haber descubierto muchos de los trucos que emplea el Sistema 1 para presentarnos una idea como válida. A menudo, el Sistema 1 no cuenta con la información o la destreza necesaria para responder a una pregunta concreta. Cuando eso sucede, se recurre a una pequeña trampa: se sustituye esa pregunta por otra similar pero más fácil de responder. ¿Subirán más las acciones de la compañía A o las de la compañía B? No lo sé, la verdad; pero lo que sí sé es que el anuncio de la primera es más divertido. Invertiré ahí mis ahorros. ¿Es más seguro viajar en coche o en avión? Pues mira, digan lo que digan las estadísticas, en un accidente aéreo no se salva nadie. Y así sucesivamente…

A lo largo de los años hemos ido descubriendo varios de estos trucos que utiliza el Sistema 1 para buscar soluciones plausibles a diversos problemas. Uno de los más habituales es calcular cómo de probable es un evento en función de lo fácil que sea pensar en ese evento. Este heurístico de la disponibilidad es el responsable, entre otras cosas, de que nos dé miedo viajar en avión simplemente porque nos resulta fácil recordar noticas de accidentes aéreos o porque es fácil formarse una imagen vívida del suceso. Otro “sospechoso habitual” es el llamado heurístico de la representatividad: si un objeto es muy representativo de una categoría, entonces damos por sentado que pertenece a esa categoría e ignoramos cualquier otra información que lo contradiga. Por ejemplo, si en una fiesta coincidimos con alguien a quien le gusta leer y que acaba de visitar la última exposición del museo local, es tentador dar por sentado que es de letras, aunque nos digan que el 80% de las personas que están en la fiesta son ingenieros.

Estos y otros heurísticos que se revisan en el excelente libro de Kahneman nos ayudan a entender muchos de los errores sistemáticos que cometemos en nuestros razonamientos cotidianos. Pensar rápido, pensar despacio es sin duda una de las mejores y más amenas introducciones al estudio de la irracionalidad humana.

Lo que el cerebro nos dice

Quienes me conocen bien saben que sólo hay una cosa en el mundo que me produce más espanto que los txipirones en su tinta. Me refiero, cómo no, a la mera idea de quedarme solo en un aeropuerto sin un libro que leer. Algunas de mis lecturas más desafortunadas se deben al desesperado intento de evitar horas interminables de vagabundeo por las tiendas de recuerdos. Las librerías de los aeropuertos suelen ofrecer poca alternativa al best-seller de moda, pero muy de vez en cuando sus estanterías te brindan una agradable sorpresa. Mi último viaje a Bruselas me deparó uno de esos momentos afortunados. Contra todo pronóstico, me esperaba allí la versión original del último libro de Vilayanur Ramachandran, que en castellano se ha publicado con el título de Lo que el cerebro nos dice. El libro toca los temas más diversos de la neurociencia actual, pero con una atención especial al detalle en la narración de los casos clínicos y de los experimentos que es poco habitual en los libros de divulgación. En el lado negativo, a medida que el libro avanza, tal vez pierda algo de su frescura, al abandonar el terreno firme de los hechos concretos y adentrarse en la especulación teórica. Pero nada de ello menoscaba su valor.

Entre mis fragmentos favoritos, se encuentra una sección dedicada a uno de los fenómenos más populares de la neurología. Se trata del llamado dolor del miembro fantasma, la dolencia de muchos pacientes que, después de haber perdido un brazo o una pierna, siguen notando que les duele o que se les ha quedado en una postura incómoda. En una excelente introducción al tema, el autor nos presenta y explica los hechos más sorprendentes sobre el tema, como, por ejemplo, que el dolor de un brazo fantasma a veces remite cuando el paciente se rasca la cara en un lugar exacto. A Ramachandran le corresponde el honor, en sus propias palabras, de haber sido el primero en “amputar” exitosamente un miembro fantasma. La técnica en cuestión ya ha pasado todas las pruebas de doble ciego y se perfila como una de las terapias más exitosas para tratar estos dolores. Como se muestra en la foto, donde debería estar el brazo amputado se ubica un espejo que refleja la imagen del brazo que el paciente aún conserva. Por un momento, esa persona puede mirar hacia abajo e imaginarse que aún tiene ambos brazos. A continuación, se le pide que mueva “ambas” manos de forma simétrica y que observe la imagen que producen “ambos” brazos. Al parecer, mientras los pacientes hacen estos ejercicios, se producen ajustes en la representación que el cerebro hace del brazo ausente. La información visual sobre la presencia del brazo se integra de forma coherente con las señales propioceptivas que persisten en la corteza somatosensorial a pesar de que el miembro haya sido amputado. Sorprendentemente, el dolor se atenúa en unas cuentas sesiones. Si esto les parece interesante, no les cuento nada del capítulo dedicado a la sinestesia…

De padres gatos, hijos michinos: La heredabilidad de la inteligencia

Si a uno le interesa mínimamente la investigación sobre la inteligencia y se encuentra con un artículo firmado por Nisbett, Aronson, Blair, Dickens, Flynn, Halpern y Turkheimer, no le queda más remedio que leérselo inmediatamente. La revisión sobre inteligencia que acaba de publicarse en el American Psychologist es un documento de más de 20 páginas, a doble columna y con letra minúscula en la que se abordan las más variadas cuestiones. La definición y componentes de la inteligencia, sus determinantes genéticos y ambientales, el impacto que sobre ella pueden tener diversos tipos de intervención y el famoso efecto Flynn son algunos de los asuntos más destacados. Continúa leyendo en Psicoteca…

Magos de bata blanca

Pocas cosas enervan tanto a un psicólogo profesional como que venga algún lego y le diga que él también es “muy psicólogo”. Sin embargo, a algunos profanos hay que reconocerles su profundo conocimiento de la mente humana. Y si hay un oficio cuya tarea haya dependido crucialmente de tener una visión precisa de las virtudes y defectos de la mente, esa profesión es la del mago y el ilusionista. Detrás de la moneda que aparece de la nada, de la azafata cercenada en dos con una larga sierra, del siete de picas que aparece inesperadamente en el bolsillo de un espectador, se esconden las artes de un genial “psicólogo” que juguetea a su antojo con la atención de la audiencia. El libro de Stephen Macknik y Susana Martínez-Conde que publica Destino bajo el título de Los engaños de la mente es la ilustración perfecta de cuánto podemos aprender los científicos cognitivos del conocimiento acumulado por los magos a lo largo de los siglos. Frente al saber común que ve a la mente humana como el más alto y perfecto logro de la naturaleza, los magos conocen como nadie nuestras limitaciones perceptivas e intelectuales. Saben que mientras las personas se ríen de un chiste, no ven las orejas del conejo que asoman en la chistera; mientras detienen sus ojos en las piernas de la atractiva azafata, no ven los hilos que cuelgan de su vestido. Basta el medio segundo en el que la audiencia le devuelve una mirada al mago para perderse el magistral juego de manos con que le dan gato por liebre. ¿Se imaginan tener una radiografía de lo que pasa por la mente de una persona cuando ve un juego de magia? Enchufamos al participante a una máquina de resonancia magnética funcional o le colocamos un detector de movimientos oculares mientras disfruta de un buen truco y… ¡voilà! Obtenemos una visión reveladora de los mecanismos que subyacen a la atención y la percepción humana. Si el tema les interesa, el libro que Macknick y Martínez-Conde es una excelente introducción a una nueva forma de hacer psicología que dará que hablar. Por el camino, aprenderá algún que otro truco con el que obtener unos minutos de gloria en la siguiente reunión familiar.

Desmontando los mitos anti-vacunación

Provocar un incendio es más fácil que apagarlo, y tal vez no haya incendios más difíciles de extinguir que los ficticios. Han pasado ya más de 14 años desde que Andrew Wakefield se inventara que la vacuna triple vírica podía provocar autismo como efecto secundario, pero la medicina convencional apenas se ha recuperado del varapalo. Aún son miles los padres que se niegan a vacunar a los hijos ante el miedo de que sufran reacciones adversas inexistentes, resucitando así enfermedades, como la rubeola, el sarampión o las paperas, que casi habían desaparecido de nuestras sociedades “desarrolladas”. Irónicamente, es el abrumador éxito de las vacunas el que ha hecho que a los padres se olviden de que estas enfermedades pueden ser letales. Por desgracia, casi todos los intentos de devolver la cordura a estas familias suelen estar abocados el fracaso. El mero de hecho de que exista una preocupación por informarles de que las vacunas son seguras se interpreta automáticamente como la prueba irrefutable de que el big pharma conspira contra la salud de los niños.

Un estudio reciente de Cornelia Betsch y Katharina Sachse muestra precisamente que a la hora de desmontar estos mitos, es más efectivo utilizar mensajes relativamente suaves (e.g., “es extremadamente raro que las vacunas provoquen reacciones adversas”) que realizar afirmaciones más tajantes (e.g., “es imposible que las vacunas provoquen reacciones adversas”). Esta diferencia a favor de los mensajes más suaves es mayor si la fuente del mensaje es una empresa farmacéutica que si lo emite una agencia gubernamental (supuestamente, más creíble), y todos estos efectos se manifiestan de forma más clara entre las personas con actitudes favorables hacia la medicina alternativa que entre las personas con actitudes favorables hacia la medicina convencional. Curiosamente, aunque la fuerza de estas afirmaciones influye en cómo de seguras parecen las vacunas, el número de mensajes a favor de ellas (2 vs. 5) no tiene efecto alguno.

Estos resultados apenas son sorprendentes, pero ciertamente están cargados de implicaciones prácticas para las políticas de concienciación pública sobre la importancia de las vacunas. Sustituir mensajes tajantes por versiones suavizadas que contemplen la posibilidad (aunque sea remota) de algún riesgo supone un cambio menor en la elaboración de los textos informativos. Sin embargo puede maximizar su impacto, sobre todo entre los colectivos más recelosos con las vacunas. También sugiere que son las administraciones públicas quienes deberían tomar un papel activo en estas campañas, en lugar de relegarlas al colectivo de médicos y farmacéuticos.

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Betsch, C., & Sachse, K. (in press). Debunking vaccination myths: Strong risk negations can increase perceived vaccination risks. Health Psychology. doi: 10.1037/a0027387

Feliz como un estornino

Saber si una persona es optimista o no ya es algo bastante difícil. Si quieres hacer una investigación sobre el tema y decides usar el cuestionario tal como medida de optimismo, te aseguro que algún revisor vendrá y te dirá que ese cuestionario es malo, que uses este otro. Un segundo revisor te dirá que de cuestionarios nada, que uses una medida implícita. Un tercer crítico insistirá en que deberías fijarte en la conducta diaria de esa persona y no en lo que dice en un test o hace en una prueba implícita. Y así sucesivamente. Si esto ya es difícil, imagina entonces lo complicado que puede ser diseñar un procedimiento que te permita saber si un animal es optimista o no. Suena casi imposible, ¿verdad?

Curiosamente, empieza a existir todo un arsenal de procedimientos experimentales que nos permite conocer el estado anímico de un animal con razonable precisión. Recientemente, me he topado con un interesante ejemplo en un artículo de Stephanie Matheson, Lucy Asher y Melissa Bateson. La clave del procedimiento es enseñar al animal una discriminación. Si aparece un estímulo A y ejecuta la respuesta 1, entonces le damos un premio. Si, por el contrario, aparece un estímulo B, entonces le premiamos por ejecutar la respuesta 2. Hasta aquí sencillo. Ahora bien, resulta que el premio que le damos por realizar la respuesta 1 ante el estímulo A es mejor que el premio que le damos cuando realiza la respuesta 2 ante el estímulo B. Cuando el animal ya tiene experiencia con la tarea y con los premios que consigue con cada estímulo, hacemos la jugada maestra: Le presentamos un estímulo que queda exactamente a medio camino entre A y B y observamos qué hace. Si ejecuta la respuesta 1, podríamos decir que ese animal está siendo “optimista”: Ante la ambigüedad se comporta como si estuviera en la situación más favorable. (¿No recuerda un poco a la lógica en la que se basan las pruebas proyectivas?)

En el experimento de Matheson y colaboradores fueron un paso más allá. Utilizaron esta estrategia con un grupo de estorninos a los que alojaron en dos tipos diferentes de jaulas. Algunas de las jaulas eran relativamente pequeñas, con acceso intermitente a un bebedero. Además los cuidadores limpiaban esas jaulas en momentos impredecibles del día. En relación a éstas, las otras cajas venían a ser una suite presidencial: Eran considerablemente más grandes, tenían acceso permanente a un bebedero, y tenían comederos separados para la comida que más les gustaba a los pájaros. Para que los animales no se estresaran, los cuidadores siempre las limpiaban mientras los pájaros estaban fuera de la jaula, participando en el experimento. El principal resultado del experimento fue que, como es lógico esperar, cuando se les hacía la “prueba de optimismo”, los animales parecían estar de mejor humor si esos días estaban alojados en las jaulas “buenas” que si estaban en las malas. Admito que el resultado tiene poco de sorprendente. ¿Pero no es bonito saber que los animales también saben ver la botella medio llena cuando la vida les ayuda un poco?

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Matheson, S. M., Asher, L., & Bateson, M. (2008). Larger, enriched cages are associated with ‘optimistic’ response biases in captive European starlings (Sturnus vulgaris). Applied Animal Behaviour Science, 109, 374-383. doi: 10.1016/j.applanim.2007.03.007

Aprender lo justo, pero no más

Un importante reto de la psicología cognitiva es entender cómo aprendemos a ignorar información redundante y a codificar sólo la información imprescindible. En el ámbito de la psicología del aprendizaje, pocos fenómenos nos han dado tanta información sobre el carácter selectivo del aprendizaje como el efecto de bloqueo, ampliamente investigado en todo tipo de preparaciones experimentales con animales y humanos. Cuatro décadas después de los primeros estudios sobre este fenómeno, el bloqueo continúa en el centro de todas las discusiones teóricas sobre el aprendizaje, convirtiéndose en el campo de batalla sobre el que se libran los debates entre los partidarios de explicaciones asociativas y los defensores de explicaciones racionales. Continúa leyendo en Ciencia Cognitiva