Should physicians think “unconsciously”?

It has become almost impossible to open a popular psychology book without coming across one or several chapters about the role of intuition and unconscious processes in decision making. If you haven’t heard about the “fast” System 1, “gut feelings” or decisions made in a “blink”, it might be difficult to beat your friends next time you play a trivia game. A common topic of this literature is that many of our daily decisions are based on automatic cognitive processes that we can hardly control and that remain out of consciousness. Some authors go one step further and suggest that, in fact, unconscious processes usually outperform deliberate thinking. Perhaps you have already heard that you should rely on your “gut feeling” when making complex financial decisions, like how to invest your savings. What you probably didn’t know is that some scholars are also starting to advise physicians to rely on their intuition to make better diagnoses. Read the post in Mapping Ignorance.

¿Es irracional ser irracional?

Los psicólogos experimentales somos expertos en diseñar tareas que desafíen las capacidades de memoria, aprendizaje o percepción de cualquier persona. Pero pocas tareas son tan endiabladamente difíciles como la que acabo de conocer gracias a un artículo recién publicado en Psychological Review. Se trata del llamado Harvard Game. Al participante se le pone delante de un ordenador y se le dice que el juego consiste en elegir en cada ensayo si va a pulsar el botón A o el botón B. Si pulsa el botón A, su probabilidad de ganar depende de lo que haya hecho en los diez ensayos anteriores: cuantas más veces haya pulsado el botón A en el pasado, más probabilidades tiene de volver a ganar si vuelve a pulsar el botón A. Por ejemplo, si en los 10 ensayos anteriores ha pulsado 10 veces la A, su probabilidad de ganar si vuelve a pulsar la A puede ser, por ejemplo, de un 70%. Sin embargo, si en ninguno de los 10 ensayos anteriores ha pulsado la A, entonces su probabilidad de ganar si vuelve a pulsar la A es cero. Hasta aquí sencillo. ¿Pero qué sucede con el botón B? Pues bien, si el participante pulsa el botón B sus probabilidades de ganar en cualquier ensayo son, por ejemplo, un 20% mayores que las que tendría si pulsara el botón A. Es decir, si la probabilidad de ganar en un ensayo pulsando el botón A es del 50%, entonces la probabilidad de ganar pulsando B en ese ensayo es del 70%.

El lector tal vez no se haya dado cuenta todavía, pero esta situación supone un auténtico dilema para la toma de decisiones. En cualquier momento determinado, siempre es más probable ganar si se pulsa el botón B. Sin embargo, cuantas más veces se pulse el botón B, menos veces se habrá pulsado el botón A, y es este número de veces que se ha pulsado A en los 10 ensayos anteriores el que determina las probabilidades de ganar tanto para A como para B. Es decir, que si se pulsa A con poca frecuencia, la probabilidad de ganar pulsando cualquier botón baja dramáticamente. Por tanto, se trata de una situación en la que perseguir el interés a corto plazo pulsando el botón B reduce las posibilidades de ganar premios a largo plazo pulsando cualquier botón. El jugador inteligente debería pulsar siempre A, porque esa es la forma de maximizar el número total de premios que se pueden conseguir a lo largo de la partida.

Lógicamente, las personas rara vez se comportan así. Y la inferencia lógica que los psicólogos experimentales suelen extraer es que las personas no somos racionales y que sacrificamos el beneficio a largo plazo en favor de la satisfacción inmediata, como cuando hipotecamos nuestra salud fumando o comiendo más de la cuenta en Navidad.

El artículo publicado en Psychological Review que firman Chris Sims y sus colaboradores se propone desafiar esta idea de que una ejecución pobre en el Harvard Game puede tomarse como un indicador de irracionalidad. El desarrollo de sus ideas es complejo, pero el punto de partida es bien sencillo. Cuando el experimentador programa esta tarea, él sabe cómo funciona. Sabe que la probabilidad de ganar premios depende de cuántas veces se pulsa A y sabe que es en concreto el número de respuestas A en los últimos 10 ensayos lo que cuenta. Y sabe que la mayor probabilidad de ganar con B es una trampa a largo plazo. Pero el participante que se sienta ante el ordenador no sabe nada de todo esto. Lo tiene que aprender a partir de su interacción con el programa de ordenador. Y según Sims y colaboradores esta “sencilla” tarea de aprender lo que sucede en el programa tiene una elevadísima complejidad desde un punto de vista computacional.

Para demostrarlo, estos autores han diseñado un modelo de aprendizaje basado en principios de inferencia bayesiana. Este modelo representa lo que una persona inteligente debería hacer y aprender sobre el funcionamiento del programa desde un punto de vista racional. En otras palabras, este modelo representa cómo debería enfrentarse a la tarea un ser humano perfecto. A este modelo se le proporciona como input la información que ven los participantes reales a lo largo del experimento y su tarea es construir una representación exacta de cuáles son las reglas que determinan cuánto dinero se gana en el juego. Pues bien, el resultado de sus simulaciones es que en la mayor parte de los casos el modelo apenas es capaz de aprender cuáles son esas reglas. Si acaso, a base de proporcionarle cantidades masivas de evidencia finalmente llega a atisbar, pero con dudas, cuáles son esas reglas. Si este programa sofisticado y racional no es capaz de aprender a desempeñarse efectivamente en el Harvard Game, ¿cómo podemos culpar a los seres humanos de no ser capaz de hacerlo mejor? Cuando un agente perfectamente inteligente no es capaz de solucionar un problema, ¿podemos tachar de irracionales a las personas que no consiguen hacerlo mejor?

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Sims, C. R., Neth, H., Jacobs, R. A., & Gray, W. D. (2013). Melioration as rational choice: Sequential decision making in uncertain environments. Psychological Review, 120, 139-154.

Cinco más uno son tres

A falta de pocos días para la noche de Reyes, muchos de nosotros seguimos vagando por las calles de tiendas, de escaparate en escaparate, preguntándonos cuál de esos perfumes, bufandas, libros o juegos harán más felices a nuestros seres queridos. Muchas veces nos asignamos un presupuesto para un regalo concreto y, si nos sobra algo, decidimos comprar un pequeño detalle extra con ese inesperado margen. Con esos diez euros que nos han sobrado de lo que teníamos pensado gastar en una cámara de fotos para nuestra madre le compramos, por ejemplo, un libro de bolsillo que sospechamos que también puede gustarle. Craso error.

Según un estudio de Weaver, Garcia y Schwarz que se publicará próximamente en el Journal of Consumer Research, quien recibe un regalo compuesto por varias partes no lo evalúa sopesando el valor de cada elemento y luego sumando esos valores, sino que más bien viene a realizar una especie de media aritmética. Esto implica que, curiosamente, disfrutamos más cuando recibimos un único regalo bueno, que cuando recibimos ese mismo regalo junto con otro de menos valor. En este caso, menos puede ser más.

Lo curioso es que cuando actuamos como “regaladores” nos olvidamos rápidamente de que esa es la forma en la que valoramos los regalos cuando los recibimos, y damos por supuesto que añadir un pequeño regalo a un regalo grande no puede sino mejorar el regalo. En cierto sentido se trata de la estrategia más racional: A más B siempre será más valioso que A solo. Pero si nuestro objetivo no es maximizar el valor de lo regalado, sino maximizar la felicidad de quien lo recibe, debemos invertir esa lógica al decidir qué regalar.

El estudio de Weaver y colaboradores muestra que esta misma idea se aplica a la hora de evaluar la eficacia de los castigos: un único castigo puede parecer más negativo que ese mismo castigo junto con otro menor. Por ejemplo, a los participantes de su estudio les parecía que multar con 750 dólares a los conductores que tiraban basura a la carretera era más severo que multarles con 750 dólares más dos días de trabajos para la comunidad. De modo que si alguien en su casa se merece carbón, no lo complique buscando más castigos.

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Weaver, K., Garcia, S. M., & Schwarz, N. (en prensa). The presenter’s paradox. Journal of Consumer Research.