Se cuenta que cuando la reina Victoria y los miembros del gobierno británico visitaron el laboratorio de Michael Faraday lo primero que le preguntaron es para qué servían todos aquellos aparatos y experimentos. La respuesta de Faraday es ya legendaria: “¿Para qué sirve un niño, madame?”. Pero a pesar de su genialidad, imagino que esta pregunta de poco o nada sirvió para cambiar la actitud de la reina, que posiblemente abandonó la sala con el mismo interés por la ciencia que tenía al entrar en ella. Seguramente, en aquel momento nadie habría podido convencerla de que en un futuro no tan lejano las personas apenas podrían vivir cinco minutos sin pulsar un interruptor.
Aunque ha pasado más de un siglo, quienes nos dedicamos a la investigación básica aún nos enfrentamos casi a diario a las críticas de quienes, como la reina Victoria, no tienen ningún interés en la ciencia básica ni entienden que se utilice dinero público para financiar un tipo de investigación que no tiene por objetivo directo solucionar ningún problema real o tener un impacto en la vida cotidiana. En algunos ámbitos, como el de la psicología, a menudo somos vistos como bichos raros por parte de quienes dicen investigar, qué sé yo, cómo se adaptan los niños al divorcio de los padres o cuál es la mejor estrategia para dejar de fumar. Tampoco es mejor la actitud de las instituciones que financian la investigación (o solían hacerlo hasta hace tres años), con su permanente insistencia en que cualquier proyecto de investigación debe incluir un apartado sobre posibles aplicaciones, incluso si se trata de un proyecto de investigación básica.
Sin embargo, la realidad nos muestra una y otra vez que las ideas que mayor impacto llegan a tener en la vida cotidiana son precisamente las que surgen de la investigación básica. ¿Alguien se imagina a Watson y Crick pensando en la insulina transgénica mientras descifraban el código de la vida? ¿O a Turing pensando en cómo serían los sistemas operativos de los smartphones? Un estudio reciente de mis compañeros de Labpsico muestra que lo que vale para la genética y la informática también se aplica a la psicología.
Los psicólogos de la memoria, el aprendizaje y el razonamiento llevamos décadas indagando en los procesos cognitivos que nos permiten descubrir patrones en nuestro entorno, almacenar esa información y utilizarla cuando una situación así lo requiere. Casi nada de esa investigación se realiza con el propósito expreso de ayudar a la gente a solucionar sus problemas cotidianos. Sin embargo, a lo largo del camino inevitablemente se van descubriendo hechos que nos ayudan a entender por qué las personas tenemos ciertos problemas y qué se puede hacer para solucionarlos. Un ejemplo perfecto es la literatura sobre supersticiones y sesgos cognitivos. Gracias a cientos de experimentos sabemos que existen situaciones que invitan a casi cualquier persona a razonar de forma errónea, independientemente de su formación, cultura o inteligencia.
Partiendo de esta literatura, Itxaso Barbería, Fernando Blanco, Carmelo Cubillas y Helena Matute han diseñado un programa de intervención que pretende dotar a los niños y adolescentes del escepticismo necesario para no caer en las supersticiones más frecuentes en nuestra sociedad. Yo mismo tuve la suerte de colaborar en un par de sesiones y ser testigo de sus asombrosos resultados. La investigación básica revela que varios mecanismos están involucrados en el desarrollo de este tipo de creencias supersticiosas. Uno de ellos es la insensibilidad a la tasa base con la que suceden ciertos eventos. Por ejemplo, si todas las veces que tenemos un catarro tomamos un remedio homeopático y si siempre que así lo hacemos mejoramos al día siguiente, es tentador pensar que ese remedio es el responsable de la mejoría. Pero la pregunta es: ¿qué habría pasado si no lo hubiéramos tomado? A menudo o no disponemos de esa información (porque si creemos que la homeopatía funciona entonces no probamos a no tomarla) o si la tenemos, la ignoramos.
En la intervención diseñada por Barbería y colaboradores, a los niños se les confrontaba directamente con una situación de este tipo con la esperanza de que cayeran en el error. Imitando al marketing de las famosas pulseras Power Balance, se les decía que estudios recientes habían demostrado que una sustancia con propiedades electromagnéticas peculiares podía aumentar el rendimiento cognitivo y físico. A los niños se les invitaba a realizar diversos ejercicios de fuerza y flexibilidad mientras cogían una pequeña pieza de esa sustancia con la mano. También se les pedía que hicieran ejercicios mentales (por ejemplo, resolver laberintos) mientras sostenían la barrita metálica. Posteriormente, se les preguntaba si les había parecido que la pieza funcionaba. Aunque algunos eran un poco más escépticos, la mayor parte de ellos confesaba que sí. Algunos incluso habrían estado dispuestos a pagar por ella. Sin embargo, era imposible que esa pieza metálica estuviera teniendo ningún efecto. Las piezas estaban sacadas en realidad del motor de un secador de pelo.
A los niños se les confesaba abiertamente que acababan de ser víctimas de un engaño y a continuación se les explicaba por qué muchos de ellos no habían caído en la cuenta. En concreto, se les señalaba que para saber si las piezas tenían algún efecto habría sido fundamental contar con una condición de control: tendrían que haber hecho los ejercicios con y sin la ayuda de la barra metálica y haber comparado su nivel de ejecución en ambas condiciones. Si hubieran hecho los ejercicios sin la barra habrían comprobado cómo en realidad lo hacían igual de bien en ambos casos. También se les aclaraba que no cualquier comparación servía: la condición de control y la “experimental” debían ser exactamente iguales. Eso quiere decir que, por ejemplo, no servía con hacer los ejercicios físicos primero sin la barra metálica y luego con ella, siempre en ese orden, porque en tal caso la mera práctica hace que el rendimiento físico sea mayor con la barra (es decir, cuando ya se tiene cierta práctica) que sin ella (cuando aún no se tiene ninguna práctica).
Lo más interesante del experimento es que tras esta explicación, todos los niños se sometían a una preparación experimental que se sabe que induce cierta ilusión de causalidad. Se trata de un procedimiento en el que los participantes tienen que imaginar que son médicos explorando la evidencia a favor y en contra de la eficacia de un medicamento. Aunque a los participantes no se les avisa de ello, la información que se les presenta sugiere que la medicina no es efectiva. Sin embargo muchas personas caen en el error de pensar que sí lo es. Los resultados de Barbería y colaboradores muestran que los niños que pasaron por este curso de pensamiento crítico luego fueron menos susceptibles a mostrar ilusión de causalidad en esta prueba experimental que otro grupo de niños similar que aún no había pasado por el curso. Por tanto, todo sugiere que esta intervención hizo a los niños más resistentes al tipo de ilusiones causales que se cree que subyacen al pensamiento mágico y supersticioso.
A nadie se le escapa que los resultados de esta investigación tienen un potencial enorme en el sistema educativo actual. Se insiste con frecuencia en que los niños deberían salir del colegio con algo más que un montón de conocimientos enciclopédicos; que deberían convertirse en adultos capaces de pensar críticamente por sí mismos. Sin embargo, hay muy pocos estudios como este que nos indiquen cómo se pueden desarrollar el escepticismo y la actitud científica. A las reinas victorianas de la psicología aplicada tal vez les cause cierto asombro que una vez más las respuestas lleguen del mundo de la investigación básica.
__________