Bilingüismo y sus ventajas: ¿Exageración científica?

Se me ocurren muchas razones por las que merece la pena estudiar un nuevo idioma. Pero a juzgar por las conclusiones del artículo recién publicado por de Bruin, Treccani, y Della Sala (2015) en Psychological Science, tal vez deba tachar alguna de ellas de mi lista o al menos moverla más abajo. Durante los últimos años se ha hecho fuerte la idea de que el bilingüismo es una suerte de gimnasia mental que mejora diversas capacidades cognitivas, especialmente aquellas a las que se alude genéricamente con el nombre de control ejecutivo. Apenas puede uno abrir un volumen de cualquier revista de psicología sin encontrarse un artículo sobre el tema. Como no podría ser de otra forma, la idea se ha abierto camino rápidamente en la cultura popular y muy especialmente en el mundo de la educación. Los medios de comunicación también se han hecho eco de esta idea, con, por ejemplo, “¿Por qué los bilingües son más inteligentes?” (La Vanguardia, 2012), “El bilingüísmo mejora la atención” (El País, 2007) o “El bilingüismo protege el cerebro” (El Mundo, 2014). Continúa leyendo en Rasgo Latente

¿Usamos sólo el 10% del cerebro?

Hace pocos días se me acercó un voluntario de una conocida secta de las que salvan tu alma contrarrebolso. Me tendió una pequeña hoja de papel que me recordaba que sólo usamos un 10% de nuestro cerebro y que por un módico precio me podían enseñar a usar más, como quien va al fnac a que le pongan más memoria a su ordenador. El hombre se quedó tan contento, mirándome como si me hubiera hecho el favor de mi vida.

Recientemente he aprendido que la idea de que sólo usamos el 10% del cerebro podría tener su origen en una frase desafortunada de William James, que afirmó que la mayor parte de las personas no desarrollan más del 10% de su capacidad intelectual. Algunos quisieron revestir la idea de más cientificidad sustituyendo “capacidad intelectual” por “cerebro”. Más recientemente, el mito fue popularizado por el parapsicompresario Uri Geller. Sí, aquel que doblaba cucharas y arreglaba relojes a distancia.

Ha leído bien en la línea superior: se trata de un simple y burdo mito. O, mejor aún, una leyenda urbana, una mentira de esas que repetida mil veces se convierte en verdad. Le puedo asegurar que usted usa el 100% de su cerebro. Hasta el pobre bendito que me acercó aquel papelajo lo hace. Lo que es más difícil es entender por qué la gente cree a quienes hacen afirmaciones de este tipo.

Es posible que usted haya visto los típicos gráficos de estudios de neuroimagen en los que se resaltan con colores vivos las zonas del cerebro que parecen estar particularmente implicadas en algún proceso mental. Viendo esos gráficos, en los que casi todo el cerebro aparece en gris y negro con unas pocas manchas de color dispersas aquí y allá, es tentador pensar que esos cerebros han estado “apagados” durante todo el experimento y que sólo esas escasas zonas de color se han “encendido”. Nada más lejos de la verdad. Ojalá fuera así de fácil estudiar el funcionamiento del cerebro. Por desgracia para los neurocientíficos el cerebro está permanentemente activo, incluso cuando realizamos las tareas mentales más sencillas. No hay ninguna zona cerebral que esté ahí desactivada, a la espera de que surja una tarea que la despierte de su letargo. Lo que sí es cierto que es unas tareas demandan más trabajo de unas zonas cerebrales que de otras. Precisamente, lo que aparece marcado con colores en esos gráficos son las zonas que están más o menos activadas durante una tarea “experimental” (en la que interviene un proceso mental) que durante una tarea “control” (idéntica a la primera pero sin requerir ese proceso mental). Dicho de otra forma, las zonas que aparecen en gris no son partes del cerebro que no se estén utilizando, sino zonas del cerebro que actúan de la misma forma durante la tarea experimental y la tarea control.

Es posible que usted haya visto algún documental enseñando cómo se practica la cirugía cerebral. Una de las cosas que más nos sorprende a todos acerca de estas operaciones es que con mucha frecuencia se realizan con anestesia local, manteniendo al paciente completamente consciente mientras se interviene en su cerebro. Esto se hace porque les permite a los cirujanos estimular partes del cerebro antes de hacer nada sobre ellas. Así pueden saber qué función tiene esa zona antes de dañarla. El gran problema al que se enfrentan los cirujanos es que no se puede seccionar ninguna parte del cerebro sin afectar a su rendimiento. No hay ninguna zona “prescindible” por donde se pueda meter el bisturí en busca del tumor o el aneurisma. Lo que los médicos sí pueden hacer es asegurarse al menos de que no van a romper nada que afecte de forma dramática a la vida del paciente. Puestos a perder facultades, es mejor tener una leve dificultad para discriminar sonidos agudos que contraer una parálisis total del brazo derecho o perder la capacidad de articular palabra. Si sólo usáramos un 10% del cerebro nada de esto sería necesario. Uno casi podría meter el cuchillo por cualquier lado confiando en no tener la mala suerte de acertarle al único 10% que sirve para algo.

Cuando se compara la anatomía de las especies animales a las que hemos domesticado con sus equivalentes salvajes enseguida percibimos una diferencia crucial: las especies domesticadas tienen cerebros más pequeños que las especies que viven en libertad. Es lógico. Los animales domésticos no tienen que luchar por sobrevivir ni su reproducción depende de ser más o menos inteligentes. Que una vaca se reproduzca más o menos depende más de cuánta leche dé que de su capacidad para huir de los depredadores. Los perros tampoco necesitan cazar en grupo para sobrevivir, como lo hacen los lobos. Les basta con lloriquearle un poco a su dueño y ponerle carita de pena. La razón por la que el cerebro de estos animales se reduce progresivamente es que el sistema nervioso es uno de los tejidos más “caros” del cuerpo. El cerebro humano apenas representa un 2-3% del peso corporal, pero consume un 20% del oxígeno que respiramos. Cada vez que siente hambre a media mañana y asalta la nevera, una parte muy significativa de lo que come se gasta en mantener vivo su cerebro. Tener un órgano tan exquisito y exigente merece la pena en términos evolutivos si aumenta nuestras posibilidades de sobrevivir y reproducirnos. Pero si sólo vamos a usar un 10%, el gasto no merece la pena. Mantener vivo a un 90% de tejido cerebral “parásito” es un lujo que ninguna especie se puede permitir, ni siquiera la humana.

Qué es un contexto temporal

Uno de los fenómenos más conocidos pero menos entendidos de la psicología contemporánea es que el mero paso del tiempo influye en cómo nos comportamos y en cómo utilizamos la información que hemos adquirido. Si nos vemos involucrados en un juicio y nuestro futuro depende del veredicto de un jurado, no es lo mismo que los alegatos a nuestro favor se formulen al principio o al final. Y tampoco es lo mismo que el jurado deba pronunciarse justo tras oír los alegatos o un tiempo después. Sabemos que todo esto influye en la decisión del jurado.

El estudio de estos fenómenos es cualquier cosa menos nuevo. El lector recordará que a Pavlov se le conoce entre otras cosas por demostrar que si cada que damos de comer a un perro hacemos sonar una campana antes de darle la comida, siempre que en el futuro oiga la campana el animal comenzará a salivar. Lo cierto es que Pavlov no fue el descubridor del condicionamiento clásico, pero sí que fue el primer científico que investigó sistemáticamente este fenómeno. Descubrió, por ejemplo, que aunque el perro hubiera aprendido a salivar al oír la campana, si la campana empezaba a presentarse de forma aislada sin ir acompañada de la comida llegaba un momento que este reflejo desaparecía o, en términos técnicos, se extinguía. Lo curioso es que si se dejaba pasar un tiempo sin que el animal oyera la campana, ese reflejo podía reaparecer. Es decir, una conducta que parecía haberse desaprendido, por así decirlo, reaparecía con el paso del tiempo.

Para explicar este tipo de fenómenos, los psicólogos cognitivos suelen decir que algunas experiencias están íntimamente ligadas al contexto en el que se aprendieron. Por ejemplo, si teníamos miedo a las arañas y vamos a un psicoterapeuta para que nos trate este miedo, puede llegar un momento en el que nuestra fobia desaparezca en la consulta. Sin embargo, nada garantiza que cuando volvamos a casa y nos encontremos con una araña nuestro miedo no pueda volver a aparecer. En otras palabras, lo que aprendimos en la consulta puede no generalizarse a otros contextos.

A veces estos contextos son fáciles de definir (por ejemplo, una habitación, un parque, la compañía de una persona en concreto, etc.) pero otras veces parece que es el propio paso del tiempo el que hace que salgamos de un contexto y entremos en otro. Tal es el caso en los ejemplos que hemos mencionado anteriormente, como la reaparición de los reflejos extinguidos en los experimentos de Pavlov con el paso del tiempo, o la influencia del momento del veredicto en el caso de los jurados. En el ámbito del aprendizaje asociativo, son varias las teorías que utilizan este concepto de contexto temporal para explicar cómo la conducta y la recuperación de información cambian con el paso del tiempo. Pero son teorías poco formalizadas que, por ejemplo, son difíciles de simular en un ordenador.

Afortunadamente, en los estudios sobre memoria episódica sí que contamos con teorías matemáticas que podrían servir para definir mejor qué es un contexto temporal. En una reciente colaboración entre nuestro equipo de investigación y la Universidad de Queensland (Matute, Lipp, Vadillo, & Humphreys, 2011) proponemos una alianza entre estas teorías matemáticas sobre la memoria episódica y los estudios sobre los contextos temporales que se han realizado tradicionalmente en el área del aprendizaje asociativo. Por una parte, nuestros experimentos intentan replicar con tareas de aprendizaje predictivo fenómenos ya que habían sido investigados en el área de la memoria episódica y que muestran cómo al ver eventos asociados a un contexto temporal concreto se activan nuestros recuerdos de otros eventos que también aparecieron en aquel contexto. Además mostramos que esta combinación de teorías del aprendizaje y teorías de la memoria permite realizar predicciones novedosas que difícilmente se habrían considerado en cualquiera de esas áreas por separado.

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Matute, H., Lipp, O. V., Vadillo, M. A., & Humphreys, M. S. (2011). Temporal contexts: Filling the gap between episodic memory and associative learning. Journal of Experimental Psychology: General, 140, 660-673.