El fabuloso método Doman

Debió ser Chesterton quien dijo que lo malo de que las personas dejen de creer en Dios no es que dejen de creer en todo, sino que empiecen a creer en cualquier cosa. No se me ocurre una analogía mejor para entender los cambios más recientes en el mundo de la educación. Casi todo el mundo está de acuerdo en que la escuela tiene que cambiar. En el siglo XXI ya no nos vale aquello de aprender la lista de los reyes godos y afortunadamente también podemos darle carpetazo a la “formación político-social para niños” y a la “higiene para niñas”. Queremos algo mejor para las generaciones que nos sigan. Pero ahí es donde termina el acuerdo. Tan pronto como nos ponemos a discutir cómo debería ser la nueva educación, el consenso desaparece. O peor aún, el vacío que deja la educación tradicional se llena con todo tipo de ideas felices que son abiertamente peores que lo que hacíamos.

Entre las modas pseudocientíficas más pintorescas que pueblan el panorama escolar del siglo XXI, una de las que más me preocupan es el movimiento educativo liderado por Glenn Doman. Desconozco el impacto de sus ideas fuera de mi entorno más cercano. Pero al menos en el País Vasco no es exagerado decir que los libros de Doman se han convertido en una nueva Biblia. Si el lector tiene hijos o sobrinos en educación infantil, es muy probable que las técnicas que voy a describir más abajo se hayan usado con ellos. El manual de referencia para entender estas prácticas es el best-seller Cómo multiplicar la inteligencia de su bebé. En este libro (y en sus numerosas precuelas y secuelas) Glenn Doman describe un método sencillo y prodigioso para enseñar habilidades lectoras y matemáticas a niños de tan sólo meses de edad. Según dice el autor, se basa “en muchos años de trabajo por parte de un gran equipo de expertos en el desarrollo del cerebro infantil, que habían estudiado el desarrollo y funcionamiento del cerebro humano” (p. 169).

Sin entrar aún en detalles sobre las técnicas concretas, resulta interesante contemplar las creencias que albergan estos “expertos”. Si habías oído hablar del mito de que sólo usamos el 10% del cerebro y querías más, estás de enhorabuena, porque en este libro encontrarás el mito del 1 por 1000. En palabras del autor, “no es cierto que sólo utilicemos una décima parte  de nuestro cerebro. No vivimos lo suficiente para utilizar una milésima parte de la capacidad de nuestro cerebro. Es posible que Leonardo da Vinci llegase a usar casi una milésima parte de la capacidad de su cerebro: Por eso fue Leonardo da Vinci” (p. 112). Al parecer la capacidad del cerebro es de 125.500.000.000 unidades de información. Es imposible saber de dónde procede esa cifra porque, como cualquier buena obra de ficción, el libro no contiene ninguna referencia. Cuando Glenn Doman escribió esto le debió parecer una cifra inmensa, pero seguramente estás leyendo este texto desde un ordenador cuyo disco duro hace palidecer esta cifra. Y dudo que calificaras a tu ordenador de inteligente. Pero, en fin, volvamos a lo nuestro. La cuestión es que el cerebro humano tiene una capacidad de almacenamiento pasmosa que según Glenn Doman debemos al hecho de que “sólo los seres humanos tenemos corteza cerebral” (p. 115). Interesante afirmación, viniendo de un grupo de “expertos” neurocientíficos.

Sigamos. Si la capacidad de nuestro cerebro es tan grande, ¿por qué no alcanzamos todas las personas el grado de “genios”? Acertaste: La culpa la tiene la educación que recibimos, que es muy mala e ignora datos básicos sobre nuestra capacidad de aprendizaje. Una primera cosa que ignoran nuestros maestros es que sólo somos capaces de aprender hasta los seis años de edad. “Todo desarrollo significativo del cerebro ha terminado a los seis años de edad” (p. 111). “Los niños podrían estar aprendiendo en sus seis primeros años de vida tres veces más de lo que aprenderán el resto de sus vidas”. A lo mejor te preguntas de dónde vienen estas cifras (6 años, aprender 3 veces más que en el resto de sus vidas…). Te invito a que consultes las referencias inexistentes. Posiblemente se venden por separado, como las pilas que iluminan la espada de He-man.

Otra razón por la que nos han enseñado mal en la escuela es que casi todos los materiales docentes suelen escribirse con letras pequeñas. Pero el sistema visual de los niños aún no está lo suficientemente maduro como para procesar esos estímulos. Los niños sólo entienden materiales escritos (o imágenes impresas) si se presentan en formato “grande, claro y repetido” (p. 79). A juzgar por la insistencia del libro, debe ser crucial no subestimar la importancia de este punto.

Si uno entiende estos sencillos principios sobre el aprendizaje, “tratará a su hijo en esos seis años de una forma totalmente diferente a como lo haría sin comprender estos principios” (p. 88). Y logrará así resultados espectaculares. Como bien sabe el lector, el cociente intelectual medio de un adulto es 100. Pero siguiendo paso a paso los consejos de Doman es posible lograr que nuestro hijo alcance cualquier nivel de inteligencia. “Si usted lee este libro y lo entiende de verdad, y trata a su hijo de manera completamente diferente durante estos seis años fundamentales de vida… entonces debería alcanzar la capacidad propia de los seis años a los tres años de edad cronológica como máximo, y entonces tendría un CI de 200 o de más” (p. 88). Claro que no queda muy claro que significa el concepto de CI en palabras de Doman porque “las pruebas de inteligencia no miden la inteligencia” (p. 91). Para Doman, el CI debe ser una capacidad cuantificable, porque no cesa de decirle a los padres qué CI alcanzarán sus hijos. Pero no puede medirse. Interesante…

figDomanSea como fuere, una vez superadas estas lecciones sobre neurociencia y cognición, el libro continúa explicando detalladamente qué técnicas utilizar para enseñar a los niños a leer, realizar operaciones matemáticas y adquirir conocimientos enciclopédicos. Llegado a este momento tal vez estés esperando que ahora continúe describiéndote las tecnologías neuro-something más sofisticadas. Pero lo cierto es que para conseguir que tu hijo tenga un CI de 200 sólo necesitas cartulina, tijeras y rotulador. Imagina que quieres que tu hijo de 3 meses aprenda a leer la palabra “payaso”. Pues bien, sólo tienes que preparar una lámina como la que te muestro a la izquierda y presentársela brevemente a tu hijo mientas le dices en voz alta “Aquí pone payaso”. Lo más importante es que no te equivoques con las medidas y que pongas el texto en rojo porque “los niños pequeños tienen unas vías visuales inmaduras” (p. 173). También es fundamental que no le presentes las mismas láminas a tu hijo muchos días porque se aburrirá. “No aburra nunca a su hijo. Es mucho más fácil que se aburra por ir despacio que por ir demasiado deprisa”. Así que sólo hay que presentar unas pocas de estas láminas por día y siempre muy  brevemente: “no se la deje ver más de un segundo” (p. 176).

El libro prosigue ampliando el mismo método para enseñar matemáticas y conocimientos generales. Sin entrar en detalles, la idea es tan sencilla como presentar una cartulina con, por ejemplo, 15 puntos y decirle al niño “15”. O bien presentar un dibujo de dos puntos seguidos de un “x”, seguido de tres puntos, seguidos de un “=” seguido de seis puntos. Así sucesivamente ¿hasta cuándo? Hasta donde quieras. “Un día, cuando se dispone alegremente a enseñar a su hijo cálculo infinitesimal o física nuclear, se da cuenta de lo que está haciendo y su propio arrojo la sorprende” (p. 228). No creas que para llegar a estos niveles es necesario esperar a que el niño sea muy mayor. En realidad se puede empezar en cualquier momento, siempre que no hayan pasado los seis primeros años, tras los cuales el niño estará condenado irremediablemente a la mediocridad. “Usted puede empezar el proceso de enseñar a su bebé desde el mismo nacimiento”.

Si yo fuera el padre de una criatura con la que fueran a utilizar estos métodos revolucionarios, lo primero que les preguntaría a los profesores es que me enseñaran la evidencia que muestra que estas estrategias sirven para algo. En el libro de Doman no podemos encontrar nada que sugiera que estos métodos se basan en ninguna evidencia seria. Por supuesto, Doman alude constantemente a su experiencia personal como prueba de la eficacia de sus métodos. El equivalente profesional del “a mí me funciona”. Al ciudadano de a pie tal vez esto le sirva para dormir tranquilo creyendo que su hijo está aprendiendo a leer con los mejores métodos. Pero tal vez convenga recordarle que a lo largo de la historia miles de niños y adultos han muerto por las sangrías y otras técnicas milagrosas que los médicos han estado utilizando hasta hace pocas décadas amparados en su experiencia personal. La eficacia de cualquier técnica, da igual que sea médica o docente, tiene que evaluarse mediante estudios controlados bien diseñados y con grandes muestras. El libro de Doman no nos ofrece nada parecido a esa evidencia. No sé si he dicho ya que el libro no tiene ninguna referencia que nos dirija a los estudios que avalan la eficacia de estas técnicas o la veracidad de cualquiera de sus afirmaciones. He pasado horas buceando en la Web of Science en busca de cualquier estudio que haya puesto a prueba la eficacia del método Doman y no he encontrado absolutamente nada. Si existen, deben ser los estudios mejor escondidos de la historia de la ciencia.

Pero la historia no termina aquí. El problema del método Doman no es sólo que no tenemos razones para pensar que funciona, sino que, de hecho, hay muchas razones para pensar que pueda ser perjudicial. Por ejemplo, en el caso de la enseñanza de la lectura, Doman insiste continuamente en que es crucial centrarse en enseñarle al niño a entender palabras completas y no el significado de cada una de las letras. En otras palabras, no hay que enseñar explícitamente que cada letra representa un sonido. “Las letras del abecedario no son las unidades de la lectura y de la escritura, como los sonidos aislados tampoco son las unidades de la audición ni del habla” (p. 179). A diferencia de muchas de las citas que he seleccionado más arriba, puede que al lector ésta no le parezca especialmente sospechosa. Al fin y al cabo, en muchos colegios se está poniendo de moda enseñar a los niños a leer palabras completas antes de enseñarles el abecedario o la mera idea de que las letras representan sonidos. Sin embargo, es difícil exagerar lo dañina que es esta práctica. En el mundo de la educación son pocas las cosas que se saben a ciencia cierta, pero los datos de que disponemos dejan poco lugar a dudas de que este método de enseñanza es peor que el método tradicional en el que al niño se le enseña explícitamente qué fonemas representa cada letra. Sí, aquello de la b con la a “ba”. Que multitud de escuelas se apunten a la moda de no enseñar estas sencillas reglas tal vez no sea un problema para el 80-90% de los niños que aprenderán a leer sin ninguna dificultad independientemente del método que se utilice. Pero si tu hijo o sobrino es de los que por desgracia caen fuera de esta afortunada mayoría, la probabilidad de que tenga dificultades de lectura aumenta notablemente si no ha sido educado con un buen método.

En cualquier caso, lo más preocupante del auge de este tipo de métodos milagro no es si esta o aquella técnica pueden ser contraproducentes, sino la actitud general de que “todo vale” y que en educación es perfectamente legitimo sustituir las técnicas tradicionales por cualquier sucedáneo que venga en un envoltorio más trendy. Aunque la medicina ha existido durante siglos, sólo ha empezado a paliar el sufrimiento humano y a alargar nuestra esperanza de vida desde finales del siglo XIX. La diferencia fundamental entre la medicina que se practicaba antes de ese momento y la que se practica después es que, tras vencer innumerables resistencias, la comunidad de médicos finalmente aceptó que ningún tratamiento podía considerarse válido sólo porque algunos o muchos “expertos” así lo dijeran. La eficacia de cada tratamiento era algo que había que comprobar empíricamente, tomando todas las cautelas necesarias para no dejarse engañar por las falsas apariencias y los deseos bienintencionados. ¿Se imaginan cómo serían nuestras escuelas si el mundo educativo hubiera decidido seguir este mismo camino?

¿Usamos sólo el 10% del cerebro?

Hace pocos días se me acercó un voluntario de una conocida secta de las que salvan tu alma contrarrebolso. Me tendió una pequeña hoja de papel que me recordaba que sólo usamos un 10% de nuestro cerebro y que por un módico precio me podían enseñar a usar más, como quien va al fnac a que le pongan más memoria a su ordenador. El hombre se quedó tan contento, mirándome como si me hubiera hecho el favor de mi vida.

Recientemente he aprendido que la idea de que sólo usamos el 10% del cerebro podría tener su origen en una frase desafortunada de William James, que afirmó que la mayor parte de las personas no desarrollan más del 10% de su capacidad intelectual. Algunos quisieron revestir la idea de más cientificidad sustituyendo “capacidad intelectual” por “cerebro”. Más recientemente, el mito fue popularizado por el parapsicompresario Uri Geller. Sí, aquel que doblaba cucharas y arreglaba relojes a distancia.

Ha leído bien en la línea superior: se trata de un simple y burdo mito. O, mejor aún, una leyenda urbana, una mentira de esas que repetida mil veces se convierte en verdad. Le puedo asegurar que usted usa el 100% de su cerebro. Hasta el pobre bendito que me acercó aquel papelajo lo hace. Lo que es más difícil es entender por qué la gente cree a quienes hacen afirmaciones de este tipo.

Es posible que usted haya visto los típicos gráficos de estudios de neuroimagen en los que se resaltan con colores vivos las zonas del cerebro que parecen estar particularmente implicadas en algún proceso mental. Viendo esos gráficos, en los que casi todo el cerebro aparece en gris y negro con unas pocas manchas de color dispersas aquí y allá, es tentador pensar que esos cerebros han estado “apagados” durante todo el experimento y que sólo esas escasas zonas de color se han “encendido”. Nada más lejos de la verdad. Ojalá fuera así de fácil estudiar el funcionamiento del cerebro. Por desgracia para los neurocientíficos el cerebro está permanentemente activo, incluso cuando realizamos las tareas mentales más sencillas. No hay ninguna zona cerebral que esté ahí desactivada, a la espera de que surja una tarea que la despierte de su letargo. Lo que sí es cierto que es unas tareas demandan más trabajo de unas zonas cerebrales que de otras. Precisamente, lo que aparece marcado con colores en esos gráficos son las zonas que están más o menos activadas durante una tarea “experimental” (en la que interviene un proceso mental) que durante una tarea “control” (idéntica a la primera pero sin requerir ese proceso mental). Dicho de otra forma, las zonas que aparecen en gris no son partes del cerebro que no se estén utilizando, sino zonas del cerebro que actúan de la misma forma durante la tarea experimental y la tarea control.

Es posible que usted haya visto algún documental enseñando cómo se practica la cirugía cerebral. Una de las cosas que más nos sorprende a todos acerca de estas operaciones es que con mucha frecuencia se realizan con anestesia local, manteniendo al paciente completamente consciente mientras se interviene en su cerebro. Esto se hace porque les permite a los cirujanos estimular partes del cerebro antes de hacer nada sobre ellas. Así pueden saber qué función tiene esa zona antes de dañarla. El gran problema al que se enfrentan los cirujanos es que no se puede seccionar ninguna parte del cerebro sin afectar a su rendimiento. No hay ninguna zona “prescindible” por donde se pueda meter el bisturí en busca del tumor o el aneurisma. Lo que los médicos sí pueden hacer es asegurarse al menos de que no van a romper nada que afecte de forma dramática a la vida del paciente. Puestos a perder facultades, es mejor tener una leve dificultad para discriminar sonidos agudos que contraer una parálisis total del brazo derecho o perder la capacidad de articular palabra. Si sólo usáramos un 10% del cerebro nada de esto sería necesario. Uno casi podría meter el cuchillo por cualquier lado confiando en no tener la mala suerte de acertarle al único 10% que sirve para algo.

Cuando se compara la anatomía de las especies animales a las que hemos domesticado con sus equivalentes salvajes enseguida percibimos una diferencia crucial: las especies domesticadas tienen cerebros más pequeños que las especies que viven en libertad. Es lógico. Los animales domésticos no tienen que luchar por sobrevivir ni su reproducción depende de ser más o menos inteligentes. Que una vaca se reproduzca más o menos depende más de cuánta leche dé que de su capacidad para huir de los depredadores. Los perros tampoco necesitan cazar en grupo para sobrevivir, como lo hacen los lobos. Les basta con lloriquearle un poco a su dueño y ponerle carita de pena. La razón por la que el cerebro de estos animales se reduce progresivamente es que el sistema nervioso es uno de los tejidos más “caros” del cuerpo. El cerebro humano apenas representa un 2-3% del peso corporal, pero consume un 20% del oxígeno que respiramos. Cada vez que siente hambre a media mañana y asalta la nevera, una parte muy significativa de lo que come se gasta en mantener vivo su cerebro. Tener un órgano tan exquisito y exigente merece la pena en términos evolutivos si aumenta nuestras posibilidades de sobrevivir y reproducirnos. Pero si sólo vamos a usar un 10%, el gasto no merece la pena. Mantener vivo a un 90% de tejido cerebral “parásito” es un lujo que ninguna especie se puede permitir, ni siquiera la humana.