Entrevista para El Mcguffin Educativo

Siempre me ha sorprendido que a los escépticos de nuestro país les preocupen tanto la homeopatía y las flores de Bach -que al fin y al cabo son libres de tomar o no- y sin embargo permanezcan indiferentes ante las prácticas pseudocientíficas a las que, lo quieran o no, someten a sus hijos en las escuelas. Es difícil encontrar una escuela donde no se utilicen los bits de inteligencia de Doman, basados en la idea de que con la estimulación adecuada, cualquier niño de menos de uno año de edad puede aprender a escribir, sumar y restar. Bajo el nombre de HERAT acaba de llegar a nuestro país un programa educativo que en el resto de los países se conoce como Brain Gym y se basa en ideas felices como que los niños aprenden mejor si beben seis vasos de agua al día (porque “la comida procesada no tiene agua”), o si se tocan los lóbulos de las orejas de cierta manera para favorecer la conexión de los hemisferios cerebrales a través del cuerpo calloso. No pasa nada si tu hijo tiene problemas de dislexia, autismo o TDAH –que por cierto, no existe– porque disponemos de sencillos métodos que curan todo esto y más a base de hacer ejercicios de percusión o escuchando música manipulada electrónicamente. Lógicamente, los cursillos donde se enseña esto hacen furor entre el profesorado. Los niños del siglo XXI ya no son introvertidos o extrovertidos; no se les dan bien o mal las matemáticas. Ahora son de hemisferio izquierdo o de hemisferio derecho; visuales, kinestésicos o auditivos; tienen inteligencias múltiples, cada uno las suyas. De hecho, los niños son ahora tan diferentes los unos de los otros que ya sólo tienen una cosa en común: Todos son genios. En fin. Entre tanta tontería sólo hay un puñado de valientes que se atreve a decirle al emperador que va desnudo. Y entre ellos, Albert Reverter brilla con luz propia. Así que cuando me preguntó si me dejaría entrevistar para su blog, El Mcguffin Educativo, la respuesta fue sencilla. El resultado, aquí.

El fabuloso método Doman

Debió ser Chesterton quien dijo que lo malo de que las personas dejen de creer en Dios no es que dejen de creer en todo, sino que empiecen a creer en cualquier cosa. No se me ocurre una analogía mejor para entender los cambios más recientes en el mundo de la educación. Casi todo el mundo está de acuerdo en que la escuela tiene que cambiar. En el siglo XXI ya no nos vale aquello de aprender la lista de los reyes godos y afortunadamente también podemos darle carpetazo a la “formación político-social para niños” y a la “higiene para niñas”. Queremos algo mejor para las generaciones que nos sigan. Pero ahí es donde termina el acuerdo. Tan pronto como nos ponemos a discutir cómo debería ser la nueva educación, el consenso desaparece. O peor aún, el vacío que deja la educación tradicional se llena con todo tipo de ideas felices que son abiertamente peores que lo que hacíamos.

Entre las modas pseudocientíficas más pintorescas que pueblan el panorama escolar del siglo XXI, una de las que más me preocupan es el movimiento educativo liderado por Glenn Doman. Desconozco el impacto de sus ideas fuera de mi entorno más cercano. Pero al menos en el País Vasco no es exagerado decir que los libros de Doman se han convertido en una nueva Biblia. Si el lector tiene hijos o sobrinos en educación infantil, es muy probable que las técnicas que voy a describir más abajo se hayan usado con ellos. El manual de referencia para entender estas prácticas es el best-seller Cómo multiplicar la inteligencia de su bebé. En este libro (y en sus numerosas precuelas y secuelas) Glenn Doman describe un método sencillo y prodigioso para enseñar habilidades lectoras y matemáticas a niños de tan sólo meses de edad. Según dice el autor, se basa “en muchos años de trabajo por parte de un gran equipo de expertos en el desarrollo del cerebro infantil, que habían estudiado el desarrollo y funcionamiento del cerebro humano” (p. 169).

Sin entrar aún en detalles sobre las técnicas concretas, resulta interesante contemplar las creencias que albergan estos “expertos”. Si habías oído hablar del mito de que sólo usamos el 10% del cerebro y querías más, estás de enhorabuena, porque en este libro encontrarás el mito del 1 por 1000. En palabras del autor, “no es cierto que sólo utilicemos una décima parte  de nuestro cerebro. No vivimos lo suficiente para utilizar una milésima parte de la capacidad de nuestro cerebro. Es posible que Leonardo da Vinci llegase a usar casi una milésima parte de la capacidad de su cerebro: Por eso fue Leonardo da Vinci” (p. 112). Al parecer la capacidad del cerebro es de 125.500.000.000 unidades de información. Es imposible saber de dónde procede esa cifra porque, como cualquier buena obra de ficción, el libro no contiene ninguna referencia. Cuando Glenn Doman escribió esto le debió parecer una cifra inmensa, pero seguramente estás leyendo este texto desde un ordenador cuyo disco duro hace palidecer esta cifra. Y dudo que calificaras a tu ordenador de inteligente. Pero, en fin, volvamos a lo nuestro. La cuestión es que el cerebro humano tiene una capacidad de almacenamiento pasmosa que según Glenn Doman debemos al hecho de que “sólo los seres humanos tenemos corteza cerebral” (p. 115). Interesante afirmación, viniendo de un grupo de “expertos” neurocientíficos.

Sigamos. Si la capacidad de nuestro cerebro es tan grande, ¿por qué no alcanzamos todas las personas el grado de “genios”? Acertaste: La culpa la tiene la educación que recibimos, que es muy mala e ignora datos básicos sobre nuestra capacidad de aprendizaje. Una primera cosa que ignoran nuestros maestros es que sólo somos capaces de aprender hasta los seis años de edad. “Todo desarrollo significativo del cerebro ha terminado a los seis años de edad” (p. 111). “Los niños podrían estar aprendiendo en sus seis primeros años de vida tres veces más de lo que aprenderán el resto de sus vidas”. A lo mejor te preguntas de dónde vienen estas cifras (6 años, aprender 3 veces más que en el resto de sus vidas…). Te invito a que consultes las referencias inexistentes. Posiblemente se venden por separado, como las pilas que iluminan la espada de He-man.

Otra razón por la que nos han enseñado mal en la escuela es que casi todos los materiales docentes suelen escribirse con letras pequeñas. Pero el sistema visual de los niños aún no está lo suficientemente maduro como para procesar esos estímulos. Los niños sólo entienden materiales escritos (o imágenes impresas) si se presentan en formato “grande, claro y repetido” (p. 79). A juzgar por la insistencia del libro, debe ser crucial no subestimar la importancia de este punto.

Si uno entiende estos sencillos principios sobre el aprendizaje, “tratará a su hijo en esos seis años de una forma totalmente diferente a como lo haría sin comprender estos principios” (p. 88). Y logrará así resultados espectaculares. Como bien sabe el lector, el cociente intelectual medio de un adulto es 100. Pero siguiendo paso a paso los consejos de Doman es posible lograr que nuestro hijo alcance cualquier nivel de inteligencia. “Si usted lee este libro y lo entiende de verdad, y trata a su hijo de manera completamente diferente durante estos seis años fundamentales de vida… entonces debería alcanzar la capacidad propia de los seis años a los tres años de edad cronológica como máximo, y entonces tendría un CI de 200 o de más” (p. 88). Claro que no queda muy claro que significa el concepto de CI en palabras de Doman porque “las pruebas de inteligencia no miden la inteligencia” (p. 91). Para Doman, el CI debe ser una capacidad cuantificable, porque no cesa de decirle a los padres qué CI alcanzarán sus hijos. Pero no puede medirse. Interesante…

figDomanSea como fuere, una vez superadas estas lecciones sobre neurociencia y cognición, el libro continúa explicando detalladamente qué técnicas utilizar para enseñar a los niños a leer, realizar operaciones matemáticas y adquirir conocimientos enciclopédicos. Llegado a este momento tal vez estés esperando que ahora continúe describiéndote las tecnologías neuro-something más sofisticadas. Pero lo cierto es que para conseguir que tu hijo tenga un CI de 200 sólo necesitas cartulina, tijeras y rotulador. Imagina que quieres que tu hijo de 3 meses aprenda a leer la palabra “payaso”. Pues bien, sólo tienes que preparar una lámina como la que te muestro a la izquierda y presentársela brevemente a tu hijo mientas le dices en voz alta “Aquí pone payaso”. Lo más importante es que no te equivoques con las medidas y que pongas el texto en rojo porque “los niños pequeños tienen unas vías visuales inmaduras” (p. 173). También es fundamental que no le presentes las mismas láminas a tu hijo muchos días porque se aburrirá. “No aburra nunca a su hijo. Es mucho más fácil que se aburra por ir despacio que por ir demasiado deprisa”. Así que sólo hay que presentar unas pocas de estas láminas por día y siempre muy  brevemente: “no se la deje ver más de un segundo” (p. 176).

El libro prosigue ampliando el mismo método para enseñar matemáticas y conocimientos generales. Sin entrar en detalles, la idea es tan sencilla como presentar una cartulina con, por ejemplo, 15 puntos y decirle al niño “15”. O bien presentar un dibujo de dos puntos seguidos de un “x”, seguido de tres puntos, seguidos de un “=” seguido de seis puntos. Así sucesivamente ¿hasta cuándo? Hasta donde quieras. “Un día, cuando se dispone alegremente a enseñar a su hijo cálculo infinitesimal o física nuclear, se da cuenta de lo que está haciendo y su propio arrojo la sorprende” (p. 228). No creas que para llegar a estos niveles es necesario esperar a que el niño sea muy mayor. En realidad se puede empezar en cualquier momento, siempre que no hayan pasado los seis primeros años, tras los cuales el niño estará condenado irremediablemente a la mediocridad. “Usted puede empezar el proceso de enseñar a su bebé desde el mismo nacimiento”.

Si yo fuera el padre de una criatura con la que fueran a utilizar estos métodos revolucionarios, lo primero que les preguntaría a los profesores es que me enseñaran la evidencia que muestra que estas estrategias sirven para algo. En el libro de Doman no podemos encontrar nada que sugiera que estos métodos se basan en ninguna evidencia seria. Por supuesto, Doman alude constantemente a su experiencia personal como prueba de la eficacia de sus métodos. El equivalente profesional del “a mí me funciona”. Al ciudadano de a pie tal vez esto le sirva para dormir tranquilo creyendo que su hijo está aprendiendo a leer con los mejores métodos. Pero tal vez convenga recordarle que a lo largo de la historia miles de niños y adultos han muerto por las sangrías y otras técnicas milagrosas que los médicos han estado utilizando hasta hace pocas décadas amparados en su experiencia personal. La eficacia de cualquier técnica, da igual que sea médica o docente, tiene que evaluarse mediante estudios controlados bien diseñados y con grandes muestras. El libro de Doman no nos ofrece nada parecido a esa evidencia. No sé si he dicho ya que el libro no tiene ninguna referencia que nos dirija a los estudios que avalan la eficacia de estas técnicas o la veracidad de cualquiera de sus afirmaciones. He pasado horas buceando en la Web of Science en busca de cualquier estudio que haya puesto a prueba la eficacia del método Doman y no he encontrado absolutamente nada. Si existen, deben ser los estudios mejor escondidos de la historia de la ciencia.

Pero la historia no termina aquí. El problema del método Doman no es sólo que no tenemos razones para pensar que funciona, sino que, de hecho, hay muchas razones para pensar que pueda ser perjudicial. Por ejemplo, en el caso de la enseñanza de la lectura, Doman insiste continuamente en que es crucial centrarse en enseñarle al niño a entender palabras completas y no el significado de cada una de las letras. En otras palabras, no hay que enseñar explícitamente que cada letra representa un sonido. “Las letras del abecedario no son las unidades de la lectura y de la escritura, como los sonidos aislados tampoco son las unidades de la audición ni del habla” (p. 179). A diferencia de muchas de las citas que he seleccionado más arriba, puede que al lector ésta no le parezca especialmente sospechosa. Al fin y al cabo, en muchos colegios se está poniendo de moda enseñar a los niños a leer palabras completas antes de enseñarles el abecedario o la mera idea de que las letras representan sonidos. Sin embargo, es difícil exagerar lo dañina que es esta práctica. En el mundo de la educación son pocas las cosas que se saben a ciencia cierta, pero los datos de que disponemos dejan poco lugar a dudas de que este método de enseñanza es peor que el método tradicional en el que al niño se le enseña explícitamente qué fonemas representa cada letra. Sí, aquello de la b con la a “ba”. Que multitud de escuelas se apunten a la moda de no enseñar estas sencillas reglas tal vez no sea un problema para el 80-90% de los niños que aprenderán a leer sin ninguna dificultad independientemente del método que se utilice. Pero si tu hijo o sobrino es de los que por desgracia caen fuera de esta afortunada mayoría, la probabilidad de que tenga dificultades de lectura aumenta notablemente si no ha sido educado con un buen método.

En cualquier caso, lo más preocupante del auge de este tipo de métodos milagro no es si esta o aquella técnica pueden ser contraproducentes, sino la actitud general de que “todo vale” y que en educación es perfectamente legitimo sustituir las técnicas tradicionales por cualquier sucedáneo que venga en un envoltorio más trendy. Aunque la medicina ha existido durante siglos, sólo ha empezado a paliar el sufrimiento humano y a alargar nuestra esperanza de vida desde finales del siglo XIX. La diferencia fundamental entre la medicina que se practicaba antes de ese momento y la que se practica después es que, tras vencer innumerables resistencias, la comunidad de médicos finalmente aceptó que ningún tratamiento podía considerarse válido sólo porque algunos o muchos “expertos” así lo dijeran. La eficacia de cada tratamiento era algo que había que comprobar empíricamente, tomando todas las cautelas necesarias para no dejarse engañar por las falsas apariencias y los deseos bienintencionados. ¿Se imaginan cómo serían nuestras escuelas si el mundo educativo hubiera decidido seguir este mismo camino?

Las apariencias engañan, o por qué es mejor no cambiar de respuesta en un examen tipo test

Si eres aficionado a los blogs de ciencia, seguramente habrás leído una y mil veces que la correlación no implica causalidad. Lo que tal vez no hayas leído es que a veces una correlación puede llegar a ocultar una relación causal de signo contrario. Uno de los mecanismos que puede dar lugar a esta situación es lo que en estadística se conoce como paradoja de Simpson. Posiblemente el ejemplo más famoso de esta paradoja lo proporciona una demanda planteada a la Universidad de Berkeley por aplicar una política sexista de admisión de estudiantes. La demanda se basaba en que las estadísticas de la universidad mostraban que los hombres tenían más probabilidades de ser admitidos en la universidad. Sin embargo, cuando los responsables de la universidad desglosaron los datos por departamento, se observó que en realidad no había sesgos contra las mujeres en ningún departamento. Si acaso, la tendencia era la contraria: dentro de cualquier departamento, las mujeres tenían una pequeña ventaja sobre los hombres.

¿Cómo es posible que los datos de cada departamento mostraran una ventaja paras las mujeres y que los datos de la universidad en su conjunto mostraran una ventaja para los hombres? La explicación es que las mujeres echaban más solicitudes para los departamentos más complicados. Seguramente, Rafa Nadal ha perdido muchos más partidos de tenis que yo. Pero yo sólo he jugado contra mi hermano cuando tenía 7 años y Rafa Nadal ha jugado contra los mejores jugadores del mundo. Lo mismo sucedía con los hombres y las mujeres que solicitaban ser admitidos en Berkeley. Los datos mostraban que las mujeres tenían más interés por jugar en la primera liga.

Hace pocos días acabo de descubrir que esta paradoja podría tener la respuesta para uno de los problemas que más preocupan a la humanidad. Cuando estamos haciendo un examen tipo test, ¿debemos cambiar de respuesta si nos entran dudas? La sabiduría popular dicta que en caso de duda, es mejor ceñirse a nuestra respuesta original. Si el instinto nos dice que la respuesta correcta era la A, mejor no cambiar esa respuesta. Sin embargo, varios estudios científicos parecen mostrar que la intuición se equivoca: Tomados en su conjunto todos los datos, la probabilidad de acertar parece ser mayor para las personas que cambian de respuesta que para las que no.

Pues bien, según un estudio de van der Linden y colaboradores, esta aparente contradicción podría deberse a una paradoja de Simpson. Al parecer, es cierto que las personas que sacan mejores notas son también quienes más cambian de respuesta en los exámenes. A nivel grupal, esto produce una correlación entre cambiar de respuesta y sacar mejores notas. Pero esto no quiere decir que cambiar de respuesta mejore las notas. Si se mantiene constante la habilidad de los participantes, entonces la tendencia que se observa es la contraria: Si dos estudiantes son igual de buenos, entonces el que cambia menos de respuesta es el que saca mejores notas.

El ejemplo parece muy diferente al de la universidad de Berkeley. Sin embargo, se trata exactamente del mismo problema. Los datos parecen sugerir una correlación cuando se ignora un factor (los departamentos en el caso de la universidad y la habilidad de los estudiantes en el caso de los exámenes), pero la correlación es la contraria cuando ese factor se tiene en cuenta. Si el tema te interesa, estos y otros ejemplos los podrás encontrar en una magnífica introducción al tema que acaban de publicar Kievit y colaboradores en Frontiers in Psychology.

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Kievit, R. A., Frankenhuis, W. E., Waldorp, L. J., & Borsboom, D. (2013). Simpson’s paradox in psychological science: A practical guide. Frontiers in Psychology, 4, 513.

van der Linden, W. J., Jeon, M., & Ferrara, S. (2011). A paradox in the study of the benefits of test-item review. Journal of Educational Measurement, 48, 380-398.

Pseudociencia en las escuelas

Cuando los divulgadores hablan de los costes que la pseudociencia tiene para la sociedad moderna casi siempre recurren a los mismos sospechosos habituales: la homeopatía, el reiki, la quiropraxia… Todos ellos en el ámbito de la salud. Por desgracia el mundo de la medicina no es el único que se ve acosado por la pseudociencia ni es donde se concentran los mayores peligros. Mientras todas las defensas se concentran en evitar que la seguridad social cubra tratamientos complementarios y alternativos, en las escuelas campan a sus anchas todo tipo de ideas felices que, para sorpresa de profesores y padres, nunca han tenido apoyo empírico ni razón de ser.

Uno puede decir, como el celebérrimo Glenn Doman, que todos los niños son genios y que se les puede enseñar a leer y multiplicar antes de que cumplan un año y quedarse tan ancho. O peor aún, convertirse en un autor de referencia, con decenas miles de seguidores en el mundo entero. Tal vez usted no lo sepa, pero si tiene hijos pequeños o sobrinos en el colegio es más que probable que estas ideas se estén ensayando con ellos. ¿En qué evidencia se basan estas prácticas? En ninguna. Y se trata de un ejemplo entre muchos. No necesariamente el más preocupante.

Por eso son más necesarios que nunca artículos como el que acaban de publicar Scott Lilienfeld, Rachel Ammirati y Michael David en el Journal of School Psychology. El texto comienza con una señal de alarma: una pequeña sección sobre la preocupante distancia que aleja a los psicólogos educativos de la investigación científica. Unos pocos ejemplos bastan para sembrar la preocupación. Sistemas de enseñanza de la lectura que sabemos que son contraproducentes, técnicas diagnósticas sin valor predictivo, programas antidrogas que siguen implantándose en los centros aún sabiendo que no funcionan, todo tipo de creencias falsas sobre el (inexistente) aumento en la prevalencia del autismo…

Aunque Lilienfeld y colaboradores posiblemente lo ignoran, muchas de las prácticas que critican son recibidas con aplausos en los centros escolares españoles mientras escribo estas líneas. El método global de la enseñanza de la lectura es uno de los más sangrantes. Desde hace algunos años, en muchos centros educativos ya no se enseñan las reglas fonéticas. Aquello de que la “b” con la “a”, “ba”. Ahora se enseña a los niños una palabra completa, por ejemplo “árbol”, junto a un dibujo que representa el concepto. La idea es que haciendo esto con muchas palabras, los niños acabarán descifrando las reglas de la lectura. ¿Funciona? Bueno, algunos niños podrían aprender a leer casi sin que los adultos les enseñaran nada. Pero la evidencia señala que el método global falla con muchos niños. El viejo sistema supera con creces al de las palabras completas, pero por desgracia esta evidencia no llega a los colegios.

Tampoco es diferente el veredicto que hacen Lilienfeld y colaboradores de otra idea que se ha hecho fuerte en nuestras escuelas: la llamada teoría de los estilos de aprendizaje. Lo que esta teoría tiene de cierto es sentido común y lo que va más allá es pura pseudociencia. Que cada niño es diferente y que no siempre los métodos que son mejores para enseñar a unos niños son los mejores para enseñar a otros apenas es algo que pueda sorprender. Pero pasar de ahí a decir que disponemos de un buen sistema para diagnosticar cuál es el estilo de aprendizaje de cada alumno o que sabemos cómo trasladar esa información a prácticas educativas personalizadas para cada alumno es otra cosa. Lo cierto es que ni siquiera disponemos de un buen sistema de categorías para “clasificar” a los estudiantes. Las clasificaciones que se usan en las escuelas son tan burdas como decir que unos estudiantes son “visuales” y otros son “auditivos”. De nuevo, no tenemos ninguna evidencia empírica para sostener que estas clasificaciones son útiles y que los niños aprenden mejor cuando se llevan a la práctica estas ideas. Pero esto no impide que sean el último grito en “innovación” educativa. De hecho, no queda muy lejos de estas ideas la llamada teoría de las inteligencias múltiples, cuyo autor ha recibido nada menos que el Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales del año 2011.

El artículo de Lilienfeld, Ammirati y David no pretende ser una simple denuncia de esta situación. De hecho, ni siquiera es su principal objetivo. La mayor parte del artículo está destinada a explicar las razones por las que creemos con tanta facilidad en estas teorías erróneas y, lo más importante, dar un pequeño número de consejos para ayudarnos a combatirlas, en nosotros mismos y en los demás. Si una práctica educativa no se a basa en estudios rigurosos sino en evidencia anecdótica, si una teoría está planteada de una forma que no es falsable o no puede ponerse a prueba, si se trata de ideas que no cambian ni se corrigen con el paso del tiempo, si las personas que las sostienen evitan las críticas a toda costa, si hacen “afirmaciones extraordinarias” sin disponer de “evidencia extraordinaria”… lo menos que podemos hacer es recelar.

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Lilienfeld, S. O., Ammirati, R., & David, M. (2012). Distinguishing science from pseudoscience in school psychology: Science and scientific thinking as safeguards against human error. Journal of School Psychology, 50, 7-36.