La publicación selectiva perjudica seriamente la salud

Imagina que quiero convencerte de que soy un as jugando a los dardos. Para demostrártelo te enseño una grabación de video en la que tiro a diana diez veces y acierto en todas ellas. Impresionante, ¿verdad? Sólo hay una cosa que no termina de convencerte. Entre una y otra tirada hay un corte en la grabación. De repente se te ocurre pensar que a lo mejor he tirado los dardos 1000 veces y sólo te estoy enseñando las diez ocasiones en las que he acertado. Mi proeza ya no te impresiona tanto.

Por desgracia esta estratagema se utiliza recurrentemente en casi cualquier área de investigación científica, muchas veces sin que las propias personas que la practican se den cuenta de sus nefastas consecuencias. Es muy habitual que los investigadores realicen varios experimentos para poner a prueba sus hipótesis o que analicen de diferentes maneras los datos de cada experimento y que después sólo mencionen en el artículo aquellos experimentos o análisis que arrojaron los mejores resultados. Muchas veces son las propias revistas científicas las que piden directamente a los investigadores que quiten del artículo experimentos con resultados “feos”, poco concluyentes o redundantes. La consecuencia de todo ello es que buena parte de los resultados científicos que podemos encontrar en la literatura científica podrían ser falsos positivos, fruto del puro azar y nada más, como las diez dianas que conseguí a costa de hacer 1000 tiradas.

bad_pharmaEste problema ha alcanzado dimensiones preocupantes en las últimas décadas, con secuelas mucho más graves en unos ámbitos que en otros. El libro de Ben Goldacre Bad Pharma, traducido al castellano con el poco agraciado nombre de Mala Farma, es la mejor introducción a las repercusiones de esta política de investigación en el ámbito de la medicina y la farmacología. Cuando las grandes compañías farmacéuticas ponen a prueba la eficacia de sus medicinas, es frecuente que realicen múltiples ensayos clínicos o que analicen los efectos de estas sustancias sobre diferentes indicadores de salud. Cada vez que se realiza un nuevo ensayo clínico se está tirando un dardo a la diana. Si en un estudio no sólo se mide cómo afecta la medicina al corazón, sino también cómo afecta a los pulmones y al páncreas, entonces en ese estudio se han tirado tres dardos. A base de tirar más y más dardos, en algún momento los investigadores “encontrarán” algo. A lo mejor resulta que en el quinto ensayo clínico se observó que la sustancia S producía una reducción significativa de las nauseas matutinas en las embarazadas mayores de 37 años. Lo más probable es que la farmacéutica publique sólo este estudio, sin mencionar que se hicieron otros cuatro ensayos clínicos antes con resultados nulos o que en la muestra había también otros grupos de edad para los que la mejoría no fue significativa. El resultado de estas prácticas es que la literatura científica proporciona una imagen distorsionada de la eficacia de muchos medicamentos.

Afortunadamente, el libro de Goldacre ha provocado tal revuelo que al menos en el Reino Unido se están empezando a tomar medidas para poner fin a esta situación. Si alguna vez te has preguntado si la divulgación científica sirve para algo, Bad Pharma es la prueba de que sí: a veces los divulgadores pueden cambiar el mundo para mejor. Una lectura imprescindible.

Dudas, creencias y ciencia

ortega y gassetSe han tocado al azar tantos botones del sistema educativo que ya no sé si existe la selectividad ni cuál será su temario. En mis años mozos, quienes nos examinábamos de filosofía teníamos que leer Ideas y creencias, un librito de Ortega y Gasset condenado a abandonar nuestra memoria tan pronto como llegaba el verano. Media vida después me he topado con él en un puesto de libros de segunda mano y lo he disfrutado como no pude o no quise hacerlo entones. Sería egoísta por mi parte no compartir aquí un fragmento.

Si el hombre se ocupa en conocer, si hace ciencia o filosofía, es, sin duda, porque un buen día se encuentra con que está en la duda sobre asuntos que le importan y aspira a estar en lo cierto. Pero es preciso reparar bien en lo que semejante situación implica. Por lo pronto, notamos que no puede ser una situación originaria, quiero decir, que el estar en la duda supone que se ha caído en ella un cierto día. El hombre no puede comenzar por dudar. La duda es algo que pasa de pronto al que antes tenía una fe o creencia, en la cual se hallaba sin más y desde siempre. Ocuparse en conocer no es, pues, una cosa que no esté condicionada por una situación anterior. Quien cree, quien no duda, no moviliza su angustiosa necesidad de conocimiento. Éste nace en la duda y conserva siempre viva esta fuerza que lo engendró. El hombre de ciencia tiene que estar constantemente ensayando dudar de sus propias verdades. Éstas sólo son verdades de conocimiento en la medida en que resisten toda posible duda. Viven, pues, de un permanente boxeo con el escepticismo. Ese boxeo se llama prueba.

La cual, por otro lado, descubre que la certidumbre a que aspira el conocedor –hombre de ciencia o filósofo– no es cualquiera. El que cree posee certidumbre precisamente porque él no se la ha forjado. La creencia es certidumbre en que nos encontramos sin saber cómo ni por dónde hemos entrado en ella. Toda fe es recibida. Por eso, su prototipo es “la fe de nuestros padres”. Pero al ocuparnos en conocer hemos perdido precisamente esa certidumbre regalada en que estábamos y nos encontramos teniendo que fabricarnos una con nuestras exclusivas fuerzas. Y esto es imposible si el hombre no cree que tiene fuerzas para ello.

Ha bastado con apretar mínimamente la noción más obvia de conocimiento para que este peculiar hacer humano aparezca circunscripto por toda una seria de condiciones, esto es, para descubrir que el hombre no se pone a conocer sin más ni más, en cualesquiera circunstancias. ¿No pasará lo mismo con todas esas otras grandes ocupaciones mentales: religión, poesía, etc.? (José Ortega y Gasset, Ideas y creencias, 57-58)

Ruidos, señales y overfitting

natesilverAunque llevaba meses deseando hacerme con un ejemplar del último libro de Nate Silver, The signal and the noise: The art and science of prediction, confieso que el primer contacto no me pareció muy alentador. Nada más mirar la foto del autor en la contraportada tuve la sensación de que alguien me susurraba al oído “perrea, perrea”. La cosa no mejoró cuando leí los primeros capítulos y descubrí que los temas que Silver había elegido para presentar su tesis eran de esos que despiertan un interés inversamente proporcional a la distancia que te separa de Oklahoma. El relato transcurre entre ligas de béisbol, elecciones a la presidencia de EE.UU., partidas de póker y otras pamplinas que posiblemente hagan la delicia del norteamericano medio, pero carecen de adeptos a este lado del charco.

Y sin embargo, el libro es una buenísima introducción a los problemas a los que se enfrenta cualquiera que quiera entender un sistema dinámico complejo y predecir su evolución. Entre otras cosas, el libro contiene la mejor explicación que conozco del concepto de overfitting. Si el lector no se ha encontrado nunca con esta palabreja, posiblemente creerá que el overfitting es el trastorno psiquiátrico que sufren las personas que van todos los días al gimnasio. Pero en realidad se trata de un concepto estadístico relacionado con cómo se ajusta un modelo a la realidad que pretende explicar y predecir. En principio, si uno desarrolla una teoría para explicar algo, cabría pensar que cuanto más se ajuste la teoría a los hechos, tanto mejor será la teoría. Pero en realidad puede suceder lo contrario: que una teoría sea mala precisamente porque se ajusta demasiado a los datos. Es entonces cuando decimos que el modelo tiene overfitting o sobreajuste. Veámoslo con el ejemplo que nos da el propio Nate Silver.

FiguraModelosImagina que queremos saber cómo evoluciona la calidad de un jugador de béisbol a medida que se va haciendo mayor. Lo primero que tenemos que hacer es recoger datos. Tras hacer algunas mediciones aquí y allá conseguimos la información que tenemos en el panel A. La forma más sencilla de explicar este patrón de resultados es asumir que la calidad de un jugador se incrementa progresivamente a medida que se va haciendo mayor hasta que llega un momento en el que la tendencia comienza a invertirse. Este modelo, al que llamaré Modelo 1, es el que aparece en el panel B. Como puede verse, el modelo no se ajusta a los datos a la perfección. De lo contrario todos los circulitos deberían estar exactamente en la línea. Sin embargo, el ajuste del modelo es aceptable. ¿Es posible diseñar un modelo con un ajuste todavía mejor? Por supuesto, el panel C muestra una línea alternativa que pasa mucho más cerca de todos los puntos. Llamemos a esta línea Modelo 2. La distancia media entre la línea y cada observación es menor para el Modelo 2 que para el Modelo 1. Ahora bien, ¿quiere eso decir que es un modelo mejor?

Tal vez no. El objetivo de una buena teoría no es sólo ajustarse bien a la evidencia que ya tenemos, sino también predecir los datos que podríamos observar en el futuro. Imagina que recabamos información sobre otros jugadores y que los circulitos verdes del panel D representan los resultados de estas nuevas observaciones. Estos datos siguen estando relativamente cerca de lo que predecía el Modelo 1. Sin embargo, el Modelo 2, que originalmente parecía ajustarse muy bien a los datos, ya no coincide de forma tan elegante con las nuevas observaciones.

En la terminología de Nate Silver, lo que le pasa al Modelo 2 es que no sólo trata de explicar la señal de la relación entre la edad y la calidad de un jugador, sino también el ruido aleatorio que inevitablemente contamina los datos. El modelo está tan ajustado a las observaciones que explica incluso lo que no debería explicar: la varianza que se debe al puro azar.

La generación privilegiada y el cerebro de Broca

En Octubre de 1978 Carl Sagan cerraba con estas palabras la introducción a su magnífico libro El cerebro de Broca.

Este libro se escribe poco antes -por lo menos, yo creo que pocos años o décadas antes- de que arranquemos del cosmos las respuestas a muchas de nuestras engorrosas y algo reverenciales interrogaciones sobre orígenes y destinos. Si antes no nos autodestruimos, buena parte de nosotros llegará a conocer las respuestas. Si hubiésemos nacido cincuenta años antes, hubiéramos podido maravillarnos, meditar y especular sobre los temas indicados, pero sin poder hacer nada por descifrarlos. Si naciéramos dentro de cincuenta anos, creo que ya se habrían descubierto los enigmas. Nuestros hijos conocerán y aprenderán las respuestas antes de que hayan tenido ni la menor posibilidad de formularse las preguntas. La época más exquisita, satisfactoria y estimulante para vivir es aquella en la que pasemos de la ignorancia al conocimiento de estas cuestiones fundamentales, la época en que comencemos maravillándonos y terminemos por comprender. Dentro de los 4.000 millones de años de historia de la vida sobre nuestro planeta, dentro de los 4 millones de años de historia de la familia humana, hay una sola generación privilegiada que podrá vivir este momento único de transición: la nuestra.

Al privilegio de vivir en una época tan emocionante yo le añadiría otro: haber tenido la fortuna de vivir después y no antes de que Carl Sagan escribiera sus libros.

Psicología de las nuevas tecnologías, ahora en eBook

Si eres de los que creen que la vivienda está demasiado cara como para dedicar tres metros cuadrados a una biblioteca, estás de enhorabuena. Nuestro fantástico libro Psicología de las nuevas tecnologías: De la adicción a Internet a la convivencia con robots ya está disponible en eBook. Toda la información sobre ambas ediciones, en papel y electrónica, está disponible en la web de la editorial. Y si aún no nos has escuchado hablar del libro en la radio, no dejes de hacer click  aquí y aquí.

Gilbert Ryle y el concepto de lo mental

Hay turistas que cuando visitan una ciudad por primera vez no se conforman con entrar en el museo o sacarse fotos en los lugares más famosos, sino que intentan mezclarse con la gente del lugar en busca de los rincones menos transitados que conservan un encanto más genuino. Para quienes desean viajar por la historia de la psicología de esta manera, Gilbert Ryle es parada obligatoria. Su nombre no aparece en los grandes manuales de psicología. Sólo así se explica que pudiera comprar su genial The concept of mind por apenas dos libras en un mercadillo de Londres. Pero basta recordar que el filósofo de Oxford fue el director de tesis de un joven Daniel Dennett para empezar a sospechar que no hablamos de un personaje cualquiera.

RyleSu libro es un ataque frontal a lo que él denomina el “mito de Descartes”, a cuya descripción dedica las primeras páginas. Se trata de la idea de que los seres humanos se componen de un cuerpo y un alma, ambos de naturaleza radicalmente diferente y hasta cierto punto independiente. La mente se convierte así en una suerte de “fantasma en la máquina”, una entidad misteriosa y enigmática diferente del cuerpo mecánico que habita, pero unida íntimamente a él. Toda la filosofía y la psicología modernas están profundamente contaminadas por esta visión errónea, dice Ryle, del ser humano.

Para Ryle, contraponer cuerpo y mente implica caer en un grave error categorial. Se trata del tipo de error que uno comete cuando trata como equivalentes conceptos con propiedades lógicas diferentes. Para explicarnos en qué consiste un error categorial, nos invita a pensar en una persona que viaja hasta Oxford a visitar a un amigo y le pide que le enseñe la universidad. El amigo le lleva a la biblioteca, le presenta a los profesores y a los alumnos, le acompaña por los jardines y le enseña los laboratorios y las aulas. Cuando el día termina, el viajero se vuelve a su amigo y le dice: “Todos los edificios que hemos visto son preciosos, pero ¿cuándo veremos la universidad?”. El error de nuestro personaje reside en no darse cuenta de que la universidad no es un edificio más, sino que es una entidad más abstracta que engloba todos los edificios y a las personas que han visto durante el día. Lo mismo le sucede a quien asiste a un desfile militar y tras ver a la infantería y a la caballería se pregunta cuándo pasará el ejército; o a quien asiste a un partido de cricket y ve a los jugadores y el campo, pero busca en vano el espíritu de equipo.

Decir que una persona es un cuerpo y una mente es tan extraño como decir que uno ha visitado una universidad y su biblioteca o que ha conocido a un equipo de fútbol y a sus jugadores. A lo largo de El concepto de lo mental, Ryle va analizando meticulosamente el significado de las palabras que utilizamos para describir la actividad de la mente. Pensamiento, emociones, inteligencia… Todos ellos se refieren a procesos que a menudo se entienden como causas internas de la conducta observable. Sin embargo, este uso de los términos nos lleva a caer en errores lógicos.

Cuando alguien grita a otra persona, decimos que lo hace porque está enfadado y nos contentamos con esta explicación. Pero según Ryle, se trata de una explicación muy peculiar. Cuando decimos que alguien grita porque está enfadado, no se trata del mismo tipo de explicación que cuando decimos que un cristal se ha roto porque lo ha golpeado una piedra. Se trata más bien del tipo de afirmación que hacemos cuando decimos que el cristal se rompió porque era frágil. Se trata de una explicación, sí. Pero es una explicación muy diferente de la primera. Explica por qué se  rompió el cristal pero no mediante un relato mecánico de los procesos que condujeron a ello, sino llamando la atención sobre el hecho de que los cristales se rompen con facilidad. De la misma forma, sabemos que alguien está enfadado porque hace cosas como gritar. Luego, decir que grita porque está enfadado no nos ofrece una explicación causal. Casi podríamos decir que se trata de una explicación circular: sabemos que está enfadado porque grita y explicamos que grite diciendo que está enfadado.

Aunque no oculta su simpatía por cierto tipo de conductismo, Ryle en ningún momento afirma que no existan los procesos mentales o que no puedan ser útiles para entender la conducta. Se limita a llamar la atención de que la mayor parte de nuestros conceptos “mentales” son en realidad etiquetas que utilizamos para categorizar diferentes tipos de conducta. No podemos utilizar esas etiquetas para explicar la conducta, porque son descripciones de la propia conducta.

Nuestros mejores ángeles

Cada vez que Steven Pinker se pone a escribir un libro, sólo cabe esperar lo mejor. Pero a veces consigue superar todas las expectativas. Su última obra, The better angels of our nature es de esos libros que no queda más remedio que leer, antes o después. Se trata de un profundo y meticuloso estudio de la evolución de la violencia en las sociedades humanas. Si eres de los que creen que cualquier tiempo pasado fue mejor, no puedes estar más equivocado. Tenemos la suerte de vivir en la época menos violenta de la historia de la humanidad. A través de un detallado análisis de todos los datos disponibles, Pinker muestra que prácticamente no hay ninguna forma de violencia que no se haya reducido drásticamente a lo largo de los siglos. Incluso incluyendo las dos terribles guerras mundiales, nunca fue tan improbable sufrir una muerte violenta como en el siglo XX. Salvo si tienes la suerte de vivir en el siglo XXI, porque hasta en los pocos años que llevamos recorridos del nuevo milenio sigue su curso la reducción sistemática de la crueldad y la violencia.

¿Quiere esto decir que podemos relajarnos despreocupados a disfrutar de la paz duradera en la que vivimos? Nada  más lejos de la intención de Pinker que hacer predicciones sobre el futuro. Como señala varias veces a lo largo del libro, bastante difícil es entender el pasado como para jugársela a predecir qué va a pasar mañana. Su objetivo no es invitarnos a la serenidad y el optimismo, sino entender por qué la violencia se ha reducido. Si nuestra sociedad es más pacífica que nunca, algo habremos hecho bien. Pero es vital preguntarnos qué es exactamente lo que hemos hecho bien, porque de lo contrario nada impide que en un futuro cambiemos las condiciones sin saberlo y volvamos a nuestra primitiva violencia.

La estrategia que sigue Pinker es aprovechar que a lo largo de la historia ha habido variación en los niveles de violencia para ver cuáles son los factores que han precedido a esa variación y poder así explicarla. Saltar de correlación a causación es una maniobra arriesgada, ya se sabe. Pero cuando uno quiere entender las causas de la paz no hay experimentos que valgan. Uno sólo cuenta con el relato de la historia. A lo largo del texto, Pinker va detectando algunos buenos candidatos a ser reconocidos como causas del declive de la violencia.

Siempre entusiasta de Hobbes, el primero de los candidatos que encuentra Pinker no podría ser otro que el Leviatán: la existencia de estados centralizados con el monopolio del ejercicio de la violencia, evitando la guerra del todos contra todos y haciendo así que la vida deje de ser “solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta”. El diagnóstico del segundo candidato se lo debemos a Kant y a la filosofía de la ilustración. Se trata de las relaciones comerciales entre las diversas naciones, que hacen que cada país tenga más que perder atacando a otro país que manteniendo negocios con él. Conquistar otra nación para apoderarse de sus recursos es más caro que comprarlos en el mercado internacional.

Junto a estos factores de carácter económico y político, Pinker encuentra también factores de carácter psicológico. Uno de ellos es la creciente capacidad de las personas para ponernos en el lugar de los demás y concebir cómo se sienten. Entre otras, según Pinker, le debemos esta creciente capacidad a la literatura, que nos expone en el mundo de la ficción a dilemas, tensiones, y desencuentros que apenas experimentamos en la vida cotidiana y que alimentan nuestra competencia moral. En esta misma línea, Pinker habla de la creciente “feminización” del ser humano como uno de los factores cruciales de la paz que disfrutamos. Los mejores ángeles de nuestra naturaleza resultan tener sexo, y son mujeres.

Pensar rápido, pensar despacio

Dicen que hay dos tipos de personas: las que creen que hay dos tipos de personas y las que no. El genial Daniel Kahneman es de los que cree que cada uno de nosotros somos dos tipos de persona. En su último libro, Pensar rápido, pensar despacio, nos invita a conocer a los dos individuos que habitan en nuestro interior, a los que siguiendo una reciente convención en psicología cognitiva nos presenta con los nombres de Sistema 1 y Sistema 2. Si alguien nos pregunta cuánto son 4 x 4, respondemos rápidamente, sin hacer el más mínimo esfuerzo. El Sistema 1 se ha hecho cargo de la tarea. Funciona de forma automática, sin requerir la intervención de la conciencia y por mecanismos puramente asociativos. Apenas podemos controlarlo o saber cómo hace su trabajo. Como por arte de magia, nos proporciona una respuesta al problema en cuestión. Pero a veces no se enciende la bombilla. Multiplicar 4 x 4 es una cosa. ¿Pero multiplicar 121 x 27? Aquí esa “intuición” permanece en silencio y no nos deja más remedio que pararnos a pensar con detenimiento o, directamente, a coger lápiz y papel. Ahora el Sistema 2 toma las riendas. Nos embarcarnos en un procesamiento más exigente, donde las ideas van siendo barajadas, descartadas, y manipuladas una a una en el foco de nuestra conciencia. No es sencillo, pero al final damos con la solución.

Aunque deleguemos muchas tareas sin importancia en el Sistema 1, nos gusta creer que para todo lo importante confiamos en el racional y cuidadoso Sistema 2. No en vano nos hemos bautizado como Homo sapiens. Pero si algo nos demuestran décadas de psicología cognitiva es que casi siempre es el Sistema 1 quien está al mando. Con frecuencia, decisiones cruciales como dónde invertir nuestro dinero, si comprar un seguro de vida y cuál, a quién votar en las próximas elecciones o a quién confiar la educación de nuestros hijos las terminamos afrontando en base a las tentadoras “soluciones” que nos brinda el Sistema 1. Muchas veces acierta. Pero a veces falla estrepitosamente.

La gran contribución de los investigadores de la toma de decisiones, entre quienes Daniel Kahneman y el difunto Amos Tversky brillan con luz propia, es precisamente haber descubierto muchos de los trucos que emplea el Sistema 1 para presentarnos una idea como válida. A menudo, el Sistema 1 no cuenta con la información o la destreza necesaria para responder a una pregunta concreta. Cuando eso sucede, se recurre a una pequeña trampa: se sustituye esa pregunta por otra similar pero más fácil de responder. ¿Subirán más las acciones de la compañía A o las de la compañía B? No lo sé, la verdad; pero lo que sí sé es que el anuncio de la primera es más divertido. Invertiré ahí mis ahorros. ¿Es más seguro viajar en coche o en avión? Pues mira, digan lo que digan las estadísticas, en un accidente aéreo no se salva nadie. Y así sucesivamente…

A lo largo de los años hemos ido descubriendo varios de estos trucos que utiliza el Sistema 1 para buscar soluciones plausibles a diversos problemas. Uno de los más habituales es calcular cómo de probable es un evento en función de lo fácil que sea pensar en ese evento. Este heurístico de la disponibilidad es el responsable, entre otras cosas, de que nos dé miedo viajar en avión simplemente porque nos resulta fácil recordar noticas de accidentes aéreos o porque es fácil formarse una imagen vívida del suceso. Otro “sospechoso habitual” es el llamado heurístico de la representatividad: si un objeto es muy representativo de una categoría, entonces damos por sentado que pertenece a esa categoría e ignoramos cualquier otra información que lo contradiga. Por ejemplo, si en una fiesta coincidimos con alguien a quien le gusta leer y que acaba de visitar la última exposición del museo local, es tentador dar por sentado que es de letras, aunque nos digan que el 80% de las personas que están en la fiesta son ingenieros.

Estos y otros heurísticos que se revisan en el excelente libro de Kahneman nos ayudan a entender muchos de los errores sistemáticos que cometemos en nuestros razonamientos cotidianos. Pensar rápido, pensar despacio es sin duda una de las mejores y más amenas introducciones al estudio de la irracionalidad humana.

Criterios diagnósticos de la pseudociencia

A lo largo de la historia, decenas de científicos y filósofos han intentado demarcar la frontera que separa la ciencia de la pseudociencia buscando un criterio bien definido que las separe. Para unos, la principal diferencia es la falsabilidad de las teorías científicas frente a la vaguedad de la pseudociencia. Para otros, es la utilización del método científico lo que mejor las distingue. Sin embargo, ni éstas ni otras propuestas similares se han hecho con la aceptación general de los académicos. Sea cual sea el criterio que se elija, siempre es posible encontrar algún contraejemplo que lo invalide. No es extraño que algunos filósofos, como Paul Feyerabend, hayan concluido que en realidad no hay ninguna diferencia esencial entre ciencia y pseudociencia. Sin embargo, existe una salida alternativa a este problema.

Normalmente intentamos definir los conceptos (como el concepto de “ciencia”) buscando las características necesarias y suficientes que debe reunir un elemento para pertenecer a la categoría que describe ese concepto. Por ejemplo, la definición de ser humano solía ser “animal racional”. Si algo es un animal y es racional, y si esa definición es correcta, entonces puede clasificarse con toda seguridad un ser humano. Sin embargo, hay conceptos cuyos elementos, utilizando la expresión de Wittgenstein, no tienen en común más que cierto “parecido familiar”: tienden a presentar ciertos rasgos comunes, pero ninguno de ellos es necesario ni suficiente para ser correctamente clasificado.

Un buen ejemplo de estas categorías son las enfermedades mentales. Como aún no sabemos muy bien cómo caracterizar algunas de ellas o cómo explicarlas, lo que los psicólogos y psiquiatras hacen es elaborar un listado de criterios diagnósticos para cada enfermedad. A un paciente se le diagnostica una enfermedad cuando cumple con un número determinado de esos criterios diagnósticos. Por ejemplo, el DSM-IV-TR propone diagnosticar un episodio depresivo mayor cuando un paciente cumple con cinco o más de estos criterios:

(1) Estado de ánimo depresivo la mayor parte del día, casi todos los días, indicado por el relato subjetivo o por observación de otros.

(2) Marcada disminución del interés o del placer en todas, o casi todas, las actividades durante la mayor parte del día, casi todos los días.

(3) Pérdida significativa de peso sin estar a dieta o aumento significativo, o disminución o aumento del apetito casi todos los días.

(4) Insomnio o hipersomnia casi todos los días.

(5) Agitación o retraso psicomotores casi todos los días.

(6) Fatiga o pérdida de energía casi todos los días.

(7) Sentimientos de desvalorización o de culpa excesiva o inapropiada (que pueden ser delirantes) casi todos los días (no simplemente autorreproches o culpa por estar enfermo).

(8) Menor capacidad de pensar o concentrarse, o indecisión casi todos los días (indicada por el relato subjetivo o por observación de otros).

(9) Pensamientos recurrentes de muerte (no sólo temor de morir), ideación suicida recurrente sin plan específico o un intento de suicidio o un plan de suicidio específico.

Para que un paciente sea diagnosticado como un caso de depresión severa debe cumplir con al menos 5 de estos criterios (luego ninguno es suficiente por sí solo), pero cualquiera de esos criterios es igualmente válido (luego ninguno es necesario).

La recopilación de textos de Mario Bunge que publica Laetoli bajo el título La pseudociencia ¡Vaya timo! Es un magnífico ejemplo de cómo esta misma lógica puede utilizarse para separar la ciencia de la pseudociencia. Tal vez no haya ninguna característica esencial que las diferencie, pero no por ello dejan de caracterizarse una y otra por diferentes atributos que tienden a aparecer juntos. En el libro de Bunge podemos encontrar varios listados de características habituales de la ciencia. Algunas de las más importantes son (a) que la ciencia tiende a cambiar a medida que avanza, (b) que una ciencia siempre presenta puntos de unión y es consistente con otras disciplinas también científicas, y (c) que la ciencia suele apoyarse en una determinada visión del mundo o filosofía que le es especialmente apta y que se caracteriza entre otras cosas por el realismo (la idea de que la realidad objetiva existe, independientemente de los observadores), el empirismo (la idea de que el conocimiento se basa en hechos observables) y el racionalismo (la idea de que las teorías científicas no pueden contradecirse entre sí o con los hechos).

De modo que si una teoría no cambia con el paso de las décadas, contradice a otras teorías bien asentadas y se protege de las críticas diciendo que la verdad, como la belleza, está en el ojo del que mira, ya sabe, es blanco y en botella. ¿Se le vienen ejemplos a la cabeza?

Breve historia del cerebro

Cuando un profesor de historia de la psicología termina de leer un libro como Breve historia del cerebro, automáticamente le dan ganas de encender el ordenador y ponerse a hacer nuevas diapositivas para sus clases. El libro de Julio González Álvarez, profesor titular de la Universitat Jaume I de Castellón, nos ofrece una excelente introducción a la historia de los más importantes hallazgos de las neurociencias, desde el descubrimiento de la naturaleza eléctrica del impulso nervioso hasta el estudio de los mecanismos neuronales de aprendizaje en la Aplysia. Son especialmente recomendables el capítulo dedicado a la localización cerebral de las funciones cognitivas (con parada obligatoria en el mundo de la frenología) y el excepcional capítulo sobre la teoría de la neurona, donde trata con especial detenimiento la vida de uno de los pocos científicos de renombre internacional que ha dado nuestro país: el inigualable Ramón y Cajal. Escrito con un lenguaje claro y sencillo, el libro hará las delicias de legos y especialistas por igual.

Lo que el cerebro nos dice

Quienes me conocen bien saben que sólo hay una cosa en el mundo que me produce más espanto que los txipirones en su tinta. Me refiero, cómo no, a la mera idea de quedarme solo en un aeropuerto sin un libro que leer. Algunas de mis lecturas más desafortunadas se deben al desesperado intento de evitar horas interminables de vagabundeo por las tiendas de recuerdos. Las librerías de los aeropuertos suelen ofrecer poca alternativa al best-seller de moda, pero muy de vez en cuando sus estanterías te brindan una agradable sorpresa. Mi último viaje a Bruselas me deparó uno de esos momentos afortunados. Contra todo pronóstico, me esperaba allí la versión original del último libro de Vilayanur Ramachandran, que en castellano se ha publicado con el título de Lo que el cerebro nos dice. El libro toca los temas más diversos de la neurociencia actual, pero con una atención especial al detalle en la narración de los casos clínicos y de los experimentos que es poco habitual en los libros de divulgación. En el lado negativo, a medida que el libro avanza, tal vez pierda algo de su frescura, al abandonar el terreno firme de los hechos concretos y adentrarse en la especulación teórica. Pero nada de ello menoscaba su valor.

Entre mis fragmentos favoritos, se encuentra una sección dedicada a uno de los fenómenos más populares de la neurología. Se trata del llamado dolor del miembro fantasma, la dolencia de muchos pacientes que, después de haber perdido un brazo o una pierna, siguen notando que les duele o que se les ha quedado en una postura incómoda. En una excelente introducción al tema, el autor nos presenta y explica los hechos más sorprendentes sobre el tema, como, por ejemplo, que el dolor de un brazo fantasma a veces remite cuando el paciente se rasca la cara en un lugar exacto. A Ramachandran le corresponde el honor, en sus propias palabras, de haber sido el primero en “amputar” exitosamente un miembro fantasma. La técnica en cuestión ya ha pasado todas las pruebas de doble ciego y se perfila como una de las terapias más exitosas para tratar estos dolores. Como se muestra en la foto, donde debería estar el brazo amputado se ubica un espejo que refleja la imagen del brazo que el paciente aún conserva. Por un momento, esa persona puede mirar hacia abajo e imaginarse que aún tiene ambos brazos. A continuación, se le pide que mueva “ambas” manos de forma simétrica y que observe la imagen que producen “ambos” brazos. Al parecer, mientras los pacientes hacen estos ejercicios, se producen ajustes en la representación que el cerebro hace del brazo ausente. La información visual sobre la presencia del brazo se integra de forma coherente con las señales propioceptivas que persisten en la corteza somatosensorial a pesar de que el miembro haya sido amputado. Sorprendentemente, el dolor se atenúa en unas cuentas sesiones. Si esto les parece interesante, no les cuento nada del capítulo dedicado a la sinestesia…

Magos de bata blanca

Pocas cosas enervan tanto a un psicólogo profesional como que venga algún lego y le diga que él también es “muy psicólogo”. Sin embargo, a algunos profanos hay que reconocerles su profundo conocimiento de la mente humana. Y si hay un oficio cuya tarea haya dependido crucialmente de tener una visión precisa de las virtudes y defectos de la mente, esa profesión es la del mago y el ilusionista. Detrás de la moneda que aparece de la nada, de la azafata cercenada en dos con una larga sierra, del siete de picas que aparece inesperadamente en el bolsillo de un espectador, se esconden las artes de un genial “psicólogo” que juguetea a su antojo con la atención de la audiencia. El libro de Stephen Macknik y Susana Martínez-Conde que publica Destino bajo el título de Los engaños de la mente es la ilustración perfecta de cuánto podemos aprender los científicos cognitivos del conocimiento acumulado por los magos a lo largo de los siglos. Frente al saber común que ve a la mente humana como el más alto y perfecto logro de la naturaleza, los magos conocen como nadie nuestras limitaciones perceptivas e intelectuales. Saben que mientras las personas se ríen de un chiste, no ven las orejas del conejo que asoman en la chistera; mientras detienen sus ojos en las piernas de la atractiva azafata, no ven los hilos que cuelgan de su vestido. Basta el medio segundo en el que la audiencia le devuelve una mirada al mago para perderse el magistral juego de manos con que le dan gato por liebre. ¿Se imaginan tener una radiografía de lo que pasa por la mente de una persona cuando ve un juego de magia? Enchufamos al participante a una máquina de resonancia magnética funcional o le colocamos un detector de movimientos oculares mientras disfruta de un buen truco y… ¡voilà! Obtenemos una visión reveladora de los mecanismos que subyacen a la atención y la percepción humana. Si el tema les interesa, el libro que Macknick y Martínez-Conde es una excelente introducción a una nueva forma de hacer psicología que dará que hablar. Por el camino, aprenderá algún que otro truco con el que obtener unos minutos de gloria en la siguiente reunión familiar.

Psicología de las nuevas tecnologías

Si algún familiar cumple años en los próximos meses y no terminas de encontrar el regalo adecuado, te conviene saber que el libro de la temporada no va firmado por Vargas Llosa ni por Almudena Grandes. Durante los próximos días se apilarán en las librerías españolas ejemplares y ejemplares de la novedad editorial que hará las delicias de los nacidos bajo los signos de Aries, Géminis y Tauro. Nos referimos, cómo no, a nuestro propio libro Psicología de las nuevas tecnologías: De la adicción a Internet a la convivencia con robots, que firmamos Helena Matute y Miguel Ángel Vadillo.

En este libro, disponible en la web de la editorial Síntesis, Helena y yo intentamos descubrir al lector las respuestas que la psicología va dando, poco a poco, a los interrogantes que genera el uso de Internet y de las nuevas tecnologías. ¿Es verdad que Internet es adictivo? ¿Qué efectos tiene sobre nuestra salud? Tantas horas dedicadas a los videojuegos, ¿tienen algún efecto positivo o negativo? ¿Harán las nuevas tecnologías que la educación del viejo siglo XX parezca tan primitiva como aquello de escribir en tablillas de cera?

Escribir sobre un tema donde los cambios se suceden tan rápidamente requiere adelantarse a los hechos, o al menos intentarlo, y atisbar cuáles pueden ser las respuestas a cuestiones que aún nadie ha planteado, tarea nada sencilla que abordamos también desde nuestra experiencia como investigadores de la psicología en el capítulo del libro dedicado a la futura convivencia con robots.

Las nuevas tecnologías no sólo sugieren nuevas preguntas, sino que también ayudan a responder muchas que los psicólogos nos veníamos planteando desde hace décadas. Ya es algo habitual que los psicólogos utilicemos la red para hacer experimentos y acceder los resultados de investigación. Pero la cantidad de datos a los que puede acceder un investigador con el auge de las redes sociales y los juegos online multijugador es sencillamente abrumadora. ¿Qué hay de cierto en aquello de que hombres y mujeres se fijan en características diferentes a la hora de buscar pareja? ¿Cómo se comporta la gente ante una epidemia?

El lector descubrirá que las nuevas tecnologías han aportado su granito de arena para dar respuesta a estas y otras preguntas. En definitiva, no es descabellado decir que la aparición de Internet marca un antes y un después en el mundo de la psicología. Nuestro nuevo libro es una guía para caminantes, para aquellos que quieran beneficiarse de las oportunidades que brindan estos cambios y evitar sus peligros, que casi nunca están donde uno esperaba encontrarlos…

Desmitificando la psicología

Hans Eysenck, uno de los grandes psicólogos del siglo XX, escribió una vez que es poco probable que haya ninguna materia en la que la ratio entre sentido y sinsentido sea menor que en las cuestiones psicológicas. Es una lástima que medio siglo después de que escribiera aquellas palabras, la afirmación apenas haya perdido vigencia. Afortunadamente, son cada vez más los académicos que se preocupan por poner remedio a esta situación, ayudando a depurar la psicología de mitos sin fundamento alguno y haciendo un esfuerzo por transmitir esta actitud crítica a la población general y a los futuros psicólogos. Entre los varios libros que se han publicado recientemente dentro de esta tendencia, brilla con luz propia el publicado por Scott Lilienfeld, Steven Jay Lynn, John Ruscio y Barry Beyerstein bajo el título 50 mitos de la psicología popular: Las ideas falsas más comunes sobre la conducta humana. Sus páginas abordan algunos de los mitos más esotéricos y descarados, como la idea de que sólo usamos el 10% del cerebro, que escuchar música de Mozart nos hace más inteligentes o que la hipnosis es un método fiable para recuperar recuerdos. Pero también se desmontan creencias erróneas que tal vez por parecer más plausibles han cuajado en nuestro imaginario popular. Por ejemplo, en educación ha ganado crédito la idea de que existen varios estilos de aprendizaje claramente diferenciables y que la docencia es mejor cuando se ajusta al estilo de cada niño. Suena razonable. Pero la evidencia disponible muestra que los programas docentes que se basan en esta idea no funcionan mejor, ni hay tampoco evidencia de que las clasificaciones de estilos de aprendizaje que se manejan tengan validez alguna. Son muchas las ideas como ésta que el boca a boca y los medios de comunicación nos han vendido como ciertas y que ingenuamente nos hemos lanzado a aplicar al mundo educativo y sanitario sin cuestionar antes su veracidad. Si la credulidad fuera una enfermedad, el libro de Lilienfeld, Lynn, Ruscio y Beyerstein sería una excelente vacuna.

La función de la magia

La mayor parte de la literatura psicológica sobre la superstición y las ilusiones de control se ha centrado tradicionalmente en resaltar sus aspectos más positivos sobre nuestra salud. Nada más humano que intentar protegerse de la sensación de indefensión que produce saberse víctima de fuerzas que están más allá de nuestro control. Décadas antes de que los psicólogos abrazaran esta visión, Malinowsky nos brindaba en las últimas líneas de su ensayo Magia, ciencia y religión la descripción más bella de esta idea:

¿Cuál es la función cultural de la magia? Hemos visto que todos los instintos y emociones, todas las actividades prácticas conducen al hombre a atolladeros en donde las lagunas de su conocimiento y las limitaciones de su temprano poder de observar y razonar le traicionan en los momentos cruciales. El organismo humano reacciona ante esto por medio de espontáneos estallidos en los que los modos rudimentarios de conducta y las creencias rudimentarias en su eficiencia resultan inventados. La magia se fija sobre esas creencias y ritos rudimentarios y los regula en formas permanentes y tradicionales. La magia le proporciona al hombre primitivo actos y creencias ya elaboradas, con una técnica mental y una práctica definidas que sirven para salvar los abismos peligrosos que se abren en todo afán importante o situación crítica. Le capacita para llevar a efecto sus tareas importantes en confianza, para que mantenga su presencia de ánimo y su integridad mental en momentos de cólera, en el dolor del odio, del amor no correspondido, de la desesperación y de la angustia. La función de la magia consiste en ritualizar el optimismo del hombre, en acrecentar su fe en la victoria de la esperanza sobre el miedo. La magia expresa el mayor valor que, frente a la duda, confiere el hombre a la confianza, a la resolución frente a la vacilación, al optimismo frente al pesimismo.

Visto desde lejos y por encima, desde los elevados lugares de seguridad de nuestra civilización evolucionada, es fácil ver todo lo que la magia tiene de tosco y de vano. Pero sin su poder y guía no le habría sido posible al primer hombre el dominar sus dificultades prácticas como las ha dominado, ni tampoco habría podido la raza humana ascender a los estadios superiores de la cultura. De aquí la presencia universal de la magia en las sociedades primitivas y su enorme poder. De aquí también que hallemos a la magia como invariable aditamento de todas las actividades importantes. Creo que hemos de ver en ella la incorporación de esa sublime locura de la esperanza que ha sido la mejor escuela del carácter del hombre. (Malinowski, 1948/1985, pp. 101-102)

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Malinowski, B. (1948/1985). Magia, ciencia y religión. Barcelona: Planeta-De Agostini.