La función de la magia

La mayor parte de la literatura psicológica sobre la superstición y las ilusiones de control se ha centrado tradicionalmente en resaltar sus aspectos más positivos sobre nuestra salud. Nada más humano que intentar protegerse de la sensación de indefensión que produce saberse víctima de fuerzas que están más allá de nuestro control. Décadas antes de que los psicólogos abrazaran esta visión, Malinowsky nos brindaba en las últimas líneas de su ensayo Magia, ciencia y religión la descripción más bella de esta idea:

¿Cuál es la función cultural de la magia? Hemos visto que todos los instintos y emociones, todas las actividades prácticas conducen al hombre a atolladeros en donde las lagunas de su conocimiento y las limitaciones de su temprano poder de observar y razonar le traicionan en los momentos cruciales. El organismo humano reacciona ante esto por medio de espontáneos estallidos en los que los modos rudimentarios de conducta y las creencias rudimentarias en su eficiencia resultan inventados. La magia se fija sobre esas creencias y ritos rudimentarios y los regula en formas permanentes y tradicionales. La magia le proporciona al hombre primitivo actos y creencias ya elaboradas, con una técnica mental y una práctica definidas que sirven para salvar los abismos peligrosos que se abren en todo afán importante o situación crítica. Le capacita para llevar a efecto sus tareas importantes en confianza, para que mantenga su presencia de ánimo y su integridad mental en momentos de cólera, en el dolor del odio, del amor no correspondido, de la desesperación y de la angustia. La función de la magia consiste en ritualizar el optimismo del hombre, en acrecentar su fe en la victoria de la esperanza sobre el miedo. La magia expresa el mayor valor que, frente a la duda, confiere el hombre a la confianza, a la resolución frente a la vacilación, al optimismo frente al pesimismo.

Visto desde lejos y por encima, desde los elevados lugares de seguridad de nuestra civilización evolucionada, es fácil ver todo lo que la magia tiene de tosco y de vano. Pero sin su poder y guía no le habría sido posible al primer hombre el dominar sus dificultades prácticas como las ha dominado, ni tampoco habría podido la raza humana ascender a los estadios superiores de la cultura. De aquí la presencia universal de la magia en las sociedades primitivas y su enorme poder. De aquí también que hallemos a la magia como invariable aditamento de todas las actividades importantes. Creo que hemos de ver en ella la incorporación de esa sublime locura de la esperanza que ha sido la mejor escuela del carácter del hombre. (Malinowski, 1948/1985, pp. 101-102)

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Malinowski, B. (1948/1985). Magia, ciencia y religión. Barcelona: Planeta-De Agostini.

Varón, de raza blanca

La capacidad que tenemos los psicólogos para cubrirnos de gloria es incuestionable. Cada vez que uno de esos vecinos aparentemente normales mata a su familia y luego se suicida o cada vez que dos chavales cogen sus escopetas y salen a cazar compañeros de clase, surge de entre nuestras filas un Patrick Jane que nos esboza el perfil psicológico perfecto del asesino. Normalmente estas cosas sólo pasan en Estados Unidos o en las películas (y sobre todo en la intersección de ambos). Pero esta semana nos ha brindado la triste ocasión de ver a los nuestros en acción a la caza del terrorista Mohamed Merah. El perfil psicológico que los expertos esbozaron para el asesino de Toulouse fue ciertamente audaz: contra todo pronóstico, se trataba de un asesino “frío y cruel”. Ya ven ustedes. Quién lo habría dicho.

Mientras los medios de comunicación nos ponían al día de cómo transcurría el acoso a la casa del muyahidín, casualmente estaba leyendo el genial libro de Lilienfeld, Lynn, Ruscio y Beyerstein, 50 grandes mitos de la psicología popular, que contiene precisamente un capítulo dedicado a los criminal profilers, que es el nombre que reciben en inglés los psicólogos (y supongo que también los médiums) que ayudan a la policía a hacer estos perfiles psicológicos. Tirando del hilo he podido encontrar dos trabajos críticos sobre el tema, ambos publicados por Brent Snook y sus colaboradores.

El primero de ellos (Snook, Eastwood, Gendreau, Coggin, & Cullen, 2007) es una revisión de los estudios que estaban disponibles hasta ese momento. Un primer patrón que observan es que la mayor parte de los autores que escriben sobre el tema basan sus argumentos más en el sentido común que en la evidencia empírica. Esto sucede más entre autores de orientación clínica y oficiales de policía que entre académicos e investigadores con una orientación estadística; sucede más en los estudios que son favorables al criminal profiling que entre los que son críticos; y sucede más en los artículos publicados en EE.UU. que en los publicados en otros países.

Snook y colaboradores (2007) realizan también un pequeño meta-análisis de los estudios sobre la precisión de las predicciones hechas por los profilers. Los resultados muestran que, en general, las predicciones de los profilers son sólo ligeramente mejores que las de los grupos de comparación que se utilizan en los diversos estudios (por ejemplo, estudiantes de psicología o detectives). Si acaso, son algo mejores a la hora de predecir los atributos físicos de los delincuentes, pero a cambio parecen ser peores en las predicciones sobre sus pensamientos, hábitos sociales e historia personal. Aun siendo estadísticamente significativas, ninguna de estas diferencias alcanza un gran tamaño.

A la luz de esta evidencia tan pobre, ¿de dónde proviene la creencia de que los criminal profilers ofrecen información valiosa para describir a los delincuentes? Precisamente el segundo de los artículos (Snook, Cullen, Bennell, Taylor, & Gendreau, 2008) se centra en este asunto. Entre los principales “culpables” señalan a los sesgos cognitivos habituales: que nos fiamos demasiado de evidencia puramente anecdótica, que aceptamos afirmaciones vagas como descripciones válidas de los hechos (piense en el efecto Forer) y, muy especialmente, que damos más peso a las escasas predicciones correctas que a los numerosos errores de los profilers.

Al fin y al cabo, ¿en cuántas películas se escapa el asesino?

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Snook, B., Cullen, R. M., Bennell, C., Taylor, P. J., & Gendreau, P. (2008). The criminal profiling illusion: What’s behind the smoke and mirrors? Criminal Justice and Behavior, 35, 1257-1276.

Snook, B., Eastwood, J, Gendreau, P., Goggin, C., & Cullen, R. M. (2007). Taking stock of criminal profiling: A narrative review and meta-analysis. Criminal Justice and Behavior, 34, 437-453.

¿Usamos sólo el 10% del cerebro?

Hace pocos días se me acercó un voluntario de una conocida secta de las que salvan tu alma contrarrebolso. Me tendió una pequeña hoja de papel que me recordaba que sólo usamos un 10% de nuestro cerebro y que por un módico precio me podían enseñar a usar más, como quien va al fnac a que le pongan más memoria a su ordenador. El hombre se quedó tan contento, mirándome como si me hubiera hecho el favor de mi vida.

Recientemente he aprendido que la idea de que sólo usamos el 10% del cerebro podría tener su origen en una frase desafortunada de William James, que afirmó que la mayor parte de las personas no desarrollan más del 10% de su capacidad intelectual. Algunos quisieron revestir la idea de más cientificidad sustituyendo “capacidad intelectual” por “cerebro”. Más recientemente, el mito fue popularizado por el parapsicompresario Uri Geller. Sí, aquel que doblaba cucharas y arreglaba relojes a distancia.

Ha leído bien en la línea superior: se trata de un simple y burdo mito. O, mejor aún, una leyenda urbana, una mentira de esas que repetida mil veces se convierte en verdad. Le puedo asegurar que usted usa el 100% de su cerebro. Hasta el pobre bendito que me acercó aquel papelajo lo hace. Lo que es más difícil es entender por qué la gente cree a quienes hacen afirmaciones de este tipo.

Es posible que usted haya visto los típicos gráficos de estudios de neuroimagen en los que se resaltan con colores vivos las zonas del cerebro que parecen estar particularmente implicadas en algún proceso mental. Viendo esos gráficos, en los que casi todo el cerebro aparece en gris y negro con unas pocas manchas de color dispersas aquí y allá, es tentador pensar que esos cerebros han estado “apagados” durante todo el experimento y que sólo esas escasas zonas de color se han “encendido”. Nada más lejos de la verdad. Ojalá fuera así de fácil estudiar el funcionamiento del cerebro. Por desgracia para los neurocientíficos el cerebro está permanentemente activo, incluso cuando realizamos las tareas mentales más sencillas. No hay ninguna zona cerebral que esté ahí desactivada, a la espera de que surja una tarea que la despierte de su letargo. Lo que sí es cierto que es unas tareas demandan más trabajo de unas zonas cerebrales que de otras. Precisamente, lo que aparece marcado con colores en esos gráficos son las zonas que están más o menos activadas durante una tarea “experimental” (en la que interviene un proceso mental) que durante una tarea “control” (idéntica a la primera pero sin requerir ese proceso mental). Dicho de otra forma, las zonas que aparecen en gris no son partes del cerebro que no se estén utilizando, sino zonas del cerebro que actúan de la misma forma durante la tarea experimental y la tarea control.

Es posible que usted haya visto algún documental enseñando cómo se practica la cirugía cerebral. Una de las cosas que más nos sorprende a todos acerca de estas operaciones es que con mucha frecuencia se realizan con anestesia local, manteniendo al paciente completamente consciente mientras se interviene en su cerebro. Esto se hace porque les permite a los cirujanos estimular partes del cerebro antes de hacer nada sobre ellas. Así pueden saber qué función tiene esa zona antes de dañarla. El gran problema al que se enfrentan los cirujanos es que no se puede seccionar ninguna parte del cerebro sin afectar a su rendimiento. No hay ninguna zona “prescindible” por donde se pueda meter el bisturí en busca del tumor o el aneurisma. Lo que los médicos sí pueden hacer es asegurarse al menos de que no van a romper nada que afecte de forma dramática a la vida del paciente. Puestos a perder facultades, es mejor tener una leve dificultad para discriminar sonidos agudos que contraer una parálisis total del brazo derecho o perder la capacidad de articular palabra. Si sólo usáramos un 10% del cerebro nada de esto sería necesario. Uno casi podría meter el cuchillo por cualquier lado confiando en no tener la mala suerte de acertarle al único 10% que sirve para algo.

Cuando se compara la anatomía de las especies animales a las que hemos domesticado con sus equivalentes salvajes enseguida percibimos una diferencia crucial: las especies domesticadas tienen cerebros más pequeños que las especies que viven en libertad. Es lógico. Los animales domésticos no tienen que luchar por sobrevivir ni su reproducción depende de ser más o menos inteligentes. Que una vaca se reproduzca más o menos depende más de cuánta leche dé que de su capacidad para huir de los depredadores. Los perros tampoco necesitan cazar en grupo para sobrevivir, como lo hacen los lobos. Les basta con lloriquearle un poco a su dueño y ponerle carita de pena. La razón por la que el cerebro de estos animales se reduce progresivamente es que el sistema nervioso es uno de los tejidos más “caros” del cuerpo. El cerebro humano apenas representa un 2-3% del peso corporal, pero consume un 20% del oxígeno que respiramos. Cada vez que siente hambre a media mañana y asalta la nevera, una parte muy significativa de lo que come se gasta en mantener vivo su cerebro. Tener un órgano tan exquisito y exigente merece la pena en términos evolutivos si aumenta nuestras posibilidades de sobrevivir y reproducirnos. Pero si sólo vamos a usar un 10%, el gasto no merece la pena. Mantener vivo a un 90% de tejido cerebral “parásito” es un lujo que ninguna especie se puede permitir, ni siquiera la humana.

Escépticos de mente abierta

Carl Sagan no se cansaba de recordar que para ser un buen científico es necesario mantenerse en el difícil equilibrio entre estar abierto a las nuevas ideas y ser absolutamente escéptico con todas ellas. El libro de Michael Shermer Las fronteras de la ciencia. Entre la ortodoxia y la herejía es un homenaje a los que son capaces de tener la mente abierta sin que el cerebro se les caiga al suelo. Por sus páginas desfilan teorías, autores y descubrimientos (a veces entre comillas) que se sitúan en la delgada línea que separa la ciencia de la pseudociencia. Aunque el libro se ocupa de temas tan diversos como las diferencias raciales en inteligencia, la teoría del equilibrio puntuado, o los orígenes del heliocentrismo, el gran protagonista del libro es Alfred Russel Wallace, al que dedica nada menos que tres de los doce capítulos que componen el libro. Aunque todos conocemos al codescubridor de la teoría de la selección natural, no son tan célebres los escarceos del biólogo con el mundo del espiritismo, la hipnosis y la frenología, que Shermer relata con magistral habilidad en un alarde de erudición. Entre las contribuciones más interesantes del libro está el kit de detección de límites esbozado en la misma introducción. Se trata de diez sencillos criterios que pueden servir para juzgar por nosotros mismos si una teoría innovadora cae en el lado de la ciencia o en el de la pseudociencia. Los reproduzco aquí a modo de decálogo para quienes quieran convertirse al escepticismo razonable:

1/ ¿Hasta qué punto son fiables las fuentes en que se sustenta la nueva afirmación?

2/ ¿Suelen hacer esas fuentes afirmaciones similares?

3/ ¿Han sido verificadas las afirmaciones por otra fuente?

4/ ¿Cómo casa la afirmación con lo que sabemos del mundo y su funcionamiento?

5/ ¿Se ha tomado alguien, incluida la persona que la defiende, la molestia de buscar pruebas que refuten la afirmación, o sólo ha buscado pruebas que la confirmen?

6/ En ausencia de pruebas definitivas, ¿las que existen convergen en las conclusiones de la nueva teoría o en otras?

7/ ¿Recurre quien defiende una teoría a las normas de la razón y a las herramientas de investigación generalmente aceptadas o las sustituye por otras que le permiten llegar a las conclusiones deseadas?

8/ Quien defiende la afirmación, ¿aporta también una explicación distinta de los fenómenos observados o se limita a negar la explicación existente?

9/ Si quienes postulan la nueva afirmación sí plantean una teoría alternativa, ¿explica ésta tantos fenómenos como la anterior?

10/ Las creencias y prejuicios de los que defienden cierta teoría, ¿se basan en las conclusiones de esta teoría o, al contrario, en los propios prejuicios?

De psicólogos y parapsicólogos

Cuando les explico a mis alumnos cómo la psicología se independizó de la filosofía y se constituyó como ciencia experimental en el siglo XIX, es parada obligada dedicar unos segundos a hablar de la primera revista científica especializada en el estudio de la mente. Se llamaba Philosophische Studien. Sí, sí, ha leído bien. En cristiano, Estudios de Filosofía. ¿A quién se le ocurrió ponerle ese nombre a una revista que pretendía ser el estandarte del estudio científico de la mente frente a la especulación filosófica? Lo que le sucedió a Wilhelm Wundt al bautizar a su revista es lo mismo que les pasa hoy a muchos internautas cuando intentan buscarse un nombre de usuario para Twitter: todos los nombres molones están cogidos. Existía ya una revista que se llamaba Psychologische Studien. Pero no tenía nada que ver con la psicología tal y como la entendía Wundt. Se trataba en realidad de una revista dedicada a la parapsicología, el espiritismo y el ocultismo.

Granville Stanley Hall

Las fronteras entre las actuales psicología y parapsicología eran terriblemente difusas a finales del siglo XIX. El mismo nombre se utilizaba con frecuencia para ambas disciplinas. Y no resultaba extraño que un mismo investigador trabajara igualmente en ambos campos. Muchos psicólogos dedicaron buena parte de su trabajo a combatir lo que percibían como una herejía. Pero no faltaron quienes, como William James, estaban entusiasmados con el estudio de lo paranormal y tachaban de fundamentalistas a todos los que de entrada rechazaran la existencia de espíritus y poderes mentales extraordinarios. Para mayor confusión, algunos investigadores que tenían poco o ningún respeto por la parapsicología se aprovechaban sin embargo de sus tenues fronteras con la psicología para encontrar financiación o captar el interés del público. Investigadores como Stanley Hall no dudaron en aceptar los donativos de los ricachones esotéricos siempre que a cambio pudieran sacar un pellizco con el que financiar sus nacientes laboratorios de psicología.

Según un interesante estudio de Deborah Coon publicado en 1992, la psicología salió finalmente fortalecida de su vergonzosa relación con la parapsicología y el espiritismo. En lugar de ignorar a los espiritistas, los psicólogos académicos optaron por presentarse como la autoridad científica responsable de investigar esos fenómenos y establecer qué podía haber de verdadero o falso en ellos. De esta forma se beneficiaron del interés que la población general tenía en estos temas, pero también mantuvieron su estatus de científicos críticos y rigurosos.

Joseph Jastrow

Las afirmaciones de los parapsicólogos se pusieron a prueba en condiciones controladas y se encontraron erróneas. La lucha contra estas ideas se convirtió en una prioridad para las primeras figuras de la psicología, como Hugo Münsterberg, James Angell o Joseph Jastrow. Se desarrolló también toda una nueva línea de investigación, la llamada psychology of deception o psicología del engaño, dedicada a comprender por qué las personas creían en estos fenómenos paranormales. Aparentemente, la ciencia y la razón salieron victoriosas en aquella ocasión.

Me pregunto si no se estará repitiendo la historia a raíz de la reciente publicación del artículo de Bem sobre la percepción extrasensorial. Mi sensación es que sí, que también esta vez el debate fortalecerá finalmente a la psicología científica. Pero eso es material para otro post…

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Coon, D. J. (1992). Testing the limits of sense and science: American experimental psychologists combat spiritualism, 1880-1920. American Psychologist, 47, 143-151.

In memoriam Ulric Neisser

El pasado 17 de Febrero, fallecía a los 83 años Ulric Neisser. Con la muerte del profesor de Cornell, nos abandonaba una figura clave e insustituible de la historia de la psicología. Como otros tantos investigadores de origen alemán, Neisser comenzó su andadura en el mundo de la psicología atraído por la Gestalt y pronto empezó a realizar sus propias investigaciones (al parecer algunas de ellas en el campo de la percepción extrasensorial). Sin embargo, opinaba que la psicología gestáltica carecía del rigor metodológico que cabría exigirle a una ciencia seria. Tal vez fuera su insatisfacción con los problemas de la Gestalt junto con la escasa profundidad psicológica de la otra corriente dominante del momento, el conductismo, lo que le llevara a ser el fundador (junto con otros) de la psicología cognitiva, que pretende aunar el mentalismo de la psicología gestáltica con el rigor metodológico del conductismo. Su libro de1967, Cognitive psychology es precisamente una de las obras fundacionales de este nuevo enfoque. En él se combinan por primera vez y con habilidad magistral las teorías del procesamiento de la información, la inteligencia artificial, la simulación de procesos cognitivos y la experimentación psicológica. Quien fuera el padre de esta corriente de pensamiento, fue también uno de sus primeros críticos. En Cognition and reality, publicado en 1976, criticaba a los psicólogos cognitivos por fundamentar sus investigaciones en situaciones de laboratorio exageradamente artificiales y con poca o ninguna relevancia para la solución de problemas prácticos y para la compresión de la conducta humana en su ambiente natural. La psicología actual no puede olvidar a Neisser sin perder buena parte de su esencia. Y no lo hará.