Dime a qué juegas y te diré quién quieres ser

Poco a poco llegamos a ese momento en el que ya no nos queda más remedio que reconocer que 2012 no será ese año en el que finalmente aprendamos inglés, perdamos cinco kilos o comencemos a ir al gimnasio tres días por semana. Sólo conozco a una persona que a falta de pocos días para terminar Febrero persista en su empeño de dejar de fumar. Pero no tengo nada claro que los laringectomizados deban contar en este cómputo. Probablemente, nadie tiene la suerte de ser exactamente como le gustaría ser. A lo mejor por eso, nos rodeamos de personas que nos hacen estar a gusto con cómo somos o que al menos nos hacen sentir que lo que somos no anda tan lejos del ideal. Buscamos trabajos y aficiones que nos ayudan a sentirnos competentes. Y, sí, terminamos cada año con la firme promesa de reducir la distancia entre lo que somos y lo que queremos ser.

La última hornada de artículos de Psychological Science nos brinda un estudio según el cual los juegos de ordenador podrían ser para mucha gente una de esas estrategias para sentirse más cerca de su yo ideal. ¿Qué su jefe le tiene acobardado en el trabajo y querría usted ser más valiente y plantarle cara? Nada mejor que pasar un rato en la piel de un musculado guerrero del World of Warcraft. ¿Sus compañeros de clase le hacen sentirse un blandengue? Pruebe a ser un duro gánster en el Grand Theft Auto. Przybylski y sus colaboradores realizaron dos estudios correlacionales, uno de ellos en el laboratorio y otro a través de Internet, en el que los participantes debían informar de diversos aspectos de su auto-concepto y de cómo se sentían tras jugar un rato a diversos videojuegos. Los resultados muestran que los videojuegos resultaban más entretenidos si permitían a los jugadores sentirse más cerca de su yo ideal. Más aún, cuanto mayor era la distancia entre su yo real y su yo ideal, tanto más disfrutaban de los juegos que les acercaban a ese yo ideal.

De modo que si su mejor deseo para el 2013 es comenzar a hacer algo de deporte, permítame que le haga una sugerencia: además de comprarse unas buenas zapatillas para correr, pida como regalo de Navidad un juego de tenis.

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Przybylski, A. K., Weinstein, N., Murayama, K., Lynch, M. F., & Ryan, R. M. (2012). The ideal self at play: The appeal of video games that let you be all you can be. Psychological Science, 23, 69-76.

¿Es la psicología una ciencia?

El artículo de Scott Lilienfeld que acaba de publicarse en American Psychologist tiene todos los ingredientes necesarios para convertirse en un clásico de la psicología. Arranca con un duro ataque a la línea de flotación de nuestra disciplina: El público general no aprecia la psicología como ciencia ni como profesión. Los datos que recopila el autor muestran, con poco margen para la duda, que para un porcentaje nada despreciable de la población la psicología ni es una ciencia ni es útil a la sociedad. Y no hablamos aquí de pequeños sectores ni de opiniones minoritarias. En algunos estudios, sólo un 30% de la población considera que la psicología es propiamente una ciencia. Y la mayor parte de los encuestados confían más en economistas, ingenieros, médicos e incluso sacerdotes a la hora de solucionar los problemas más acuciantes de la sociedad. Paradójicamente, estas opiniones públicas pueden provocar el propio declive de la psicología como ciencia, ya que es difícil que una sociedad que desconfía del estatus científico de la psicología opte por financiar el avance de esta disciplina, más aún en tiempos de crisis como los que vivimos.

Entre los argumentos que la gente utiliza para justificar su visión negativa de la psicología, Lilienfeld destaca que los legos suelen ver la psicología como un mero ejercicio de sentido común que no se basa en métodos científicos, que no permite realizar predicciones precisas ni arroja resultados replicables. Mucha gente tampoco espera más de la psicología, puesto que creen que cada ser humano es único y que es inútil intentar dar explicaciones generales para el comportamiento individual.

Algunas de estas críticas obedecen a simples malentendidos y a cierta voluntad de juzgar a la psicología con un rasero diferente del que se usa para evaluar otras disciplinas. Todo el mundo entiende que aunque cada ser humano sea único, la medicina científica es posible porque nos parecemos lo suficiente en unas cuantas cuestiones fundamentales que tienen que ver con cómo funciona nuestro organismo. Sin embargo, la gente encuentra este argumento poco convincente cuando se trata de la psicología. Lo mismo sucede con la dificultad que tienen los psicólogos para hacer predicciones precisas. Nuestras limitaciones en este terreno no son mayores que las de los médicos intentando predecir cuánto tiempo nos queda de vida o los economistas intentando atisbar si subirá o no el IBEX 35 la semana que viene. Pero de nuevo, lo que no mina la confianza en médicos y economistas, sí lo hace en el caso de los psicólogos.

En otros casos, se trata de críticas justamente merecidas por los psicólogos. Por ejemplo, no hemos sabido ser contundentes a la hora de condenar las prácticas pseudocientíficas de nuestros colegas, prácticas que por desgracia son demasiado habituales en algunos sectores profesionales. Si los psicólogos no nos limitamos a utilizar las técnicas diagnósticas y de intervención cuya utilidad está demostrada, si damos cabida a cualquier remedio “milagroso” en nuestro arsenal terapéutico, no podemos quejarnos de que la población general no perciba el carácter científico de la psicología. Cada vez que se inicia un programa que intenta elevar los estándares científicos de la psicología, se alzan voces en contra por parte de muchos profesionales. Cuando estas voces pueden más que la razón y los intereses cortoplacistas de los terapeutas se imponen al rigor científico, la psicología pierde parte de su legitimidad como ciencia.

Los psicólogos que sí que comparten la preocupación porque la psicología sea una ciencia rigurosa son igualmente culpables cuando se callan sus opiniones para sí mismos y no hacen nada por combatir la pseudociencia en su terreno. Si dejamos que sea sólo la voz de los “esotéricos” y charlatanes la que llega al público general, no podemos quejarnos que sea esta nuestra imagen.

Afortunadamente, ninguno de estos problemas carece de solución, y Lilienfeld hace un claro intento por lanzar propuestas concretas. Algunas de estas posibles medidas tienen que ver con lo que el psicólogo puede hacer a nivel individual por su disciplina. Una medida básica es preocuparse por estar bien formado y mantenerse al día sobre los avances científicos de la disciplina y sobre la investigación empírica que subyace a los diversos tratamientos y técnicas diagnósticas. Pero también es importante dedicar parte de nuestro tiempo a la divulgación de la psicología como ciencia y a la creación de una conciencia colectiva sobre su valor añadido para la sociedad. Estas medidas sólo pueden funcionar si las instituciones en su conjunto (muy especialmente las universidades, pero también las asociaciones profesionales) comienzan a valorar la actividad divulgativa de los profesores e investigadores. Hay que sacar a los científicos del laboratorio, y esto sólo comenzará a suceder cuando los centros de investigación les valoren por hacerlo.

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Lilienfeld, S. O. (2012). Public skepticism of psychology: Why many people perceive the study of human behavior as unscientific. American Psychologist, 67, 111-129.

El timo de la parapsicología

Lo mejor que le puede pasar a un libro es que lo relean. Y eso es precisamente lo que acabo de hacer con esta pequeña joya de Carlos Álvarez, que bien se lo merece. El libro se divide en dos partes, ambas fascinantes. La primera de ellas es una excelente revisión sobre la historia de la investigación parapsicológica. Como bien recalca el autor, la parapsicología es una rara avis en el mundo de las pseudociencias, ya que es de las pocas que, a pesar de abordar fenómenos presuntamente sobrenaturales, ha confiado (a veces a regañadientes) en la utilización del método científico para corroborar sus ideas. Según el autor, la única conclusión que puede extraerse de décadas de investigación y de millones de dólares (afortunadamente, más que euros) gastados en experimentos parapsicológicos, es que los llamados poderes paranormales sencillamente no existen. Hay razones más que suficientes para pensar que los pocos casos sonados de adivinadores y mentalistas, como el de Uri Geller, que han alimentado la fe en lo contrario tienen más que ver con el fraude y el ilusionismo que con el poder de la mente. La segunda parte del libro, a la que en un guiño a Freud llama Parapsicología de la vida cotidiana, desmonta toda clase de mitos y leyendas urbanas que se usan para justificar la creencia en estos poderes. No es cierto que los seres humanos usemos sólo el 10% del cerebro (aunque lo parezca en el caso de algunos), ni que las premoniciones o sueños cumplidos reflejen algo más que azar mal entendido o intuición bien fundada, ni otras tantas leyendas urbanas que seguirán siendo mentira aunque se repitan mil veces. Al libro sólo se le puede encontrar un defecto, y tal vez sea su mayor virtud: ¡te deja con ganas de más!

Los hechos son el aire del científico

El último artículo de Mario Laborda y sus colaboradores rescata una cita de Pavlov sobre la relación entre teoría y datos que no puedo resistirme a publicar aquí:

No matter how perfect a bird’s wing may be, it could never make the bird air-borne without the support of the air. Facts are the air of the scientist. Without them you will never be able to take off, without them your ‘theories’ will be barren. But when studying, experimenting and observing, do your best to get beneath the skin of the facts. Do not become hoarders of the facts. Try to penetrate into the secrets of their origin. Search persistently for the laws governing them (Pavlov, 1955, citado en Laborda et al., 2012, p. 50).

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Laborda, M. A., Miguez, G., Polack, C. W., & Miller, R. R. (2012). Animal models of psychopathology: Historical models and the Pavlovian contribution. Terapia Psicológica, 30, 45-59.

¿Ángeles platónicos o criaturas orwellianas?

Si el 14 de Marzo pasas por Teruel y hace mucho frío, no pierdas la ocasión de pasarte por el salón de actos del vicerrectorado de la Universidad de Zaragoza. Estará caliente y además tendrás la oportunidad de escuchar una magnífica conferencia sobre la psicología de la irracionalidad humana a cargo de un servidor. (Bueno, sólo puedo garantizar que la charla será magnífica; lo de que esté calentito no está en mi mano. Veré qué puedo hacer.) La artífice del encuentro es la profesora Sonsoles Valdivia, que ha tenido la amabilidad de invitarme a colaborar en el III Ciclo de Conferencias en Psicología. Hablaremos de homeopatía, de placebos, de productos milagro, de la hipersensibilidad electromagnética, de por qué creemos en todo ello y de si es bueno o malo que así lo hagamos. Ahí es nada. Para despertar el gusanillo, aquí tenéis un pequeño resumen de lo que me propongo contar:

Uno de los pilares de la cultura occidental es la visión del ser humano como una criatura casi angelical, caracterizada fundamentalmente por la racionalidad y la inteligencia. Grandes sectores de la psicología cognitiva actual comparten esta fe en las capacidades humanas. Sin embargo, basta un vistazo a nuestro alrededor para comprobar lo poco racionales que son muchas de nuestras decisiones. Nuestro enorme desarrollo científico y tecnológico no impide que las pseudociencias campen a sus anchas en nuestra sociedad, con consecuencias dramáticas, a veces: las medicinas alternativas ganan terreno ante la medicina convencional, enfermedades casi extintas se convierten de nuevo en epidemias, empresarios sin escrúpulos se hacen de oro vendiendo productos milagro a gran escala… Afortunadamente, la investigación psicológica realizada en las últimas décadas nos permite empezar a entender cuáles son los mecanismos que subyacen a estas creencias supersticiosas. En la presente conferencia intentaré mostrar que estas ilusiones son el producto inevitable de nuestra tendencia a percibir patrones ordenados y con significado en el entorno. Cuando nos enfrentamos a situaciones ambiguas e inciertas, esta tendencia puede llevarnos detectar relaciones de causalidad que en realidad no existen y que son la base sobre la que se construyen muchas de nuestras supersticiones.

Homo credulus

Aristóteles, al que se suele considerar uno de los padres del empirismo, pensaba que los hombres tenían más dientes que las mujeres. Para someter a prueba esta idea tan sólo es necesario realizar un sencillo estudio empírico con muestra N = 2 y estar en posesión de un sistema numérico que permita contar hasta el 32. Aristóteles no consideró necesario hacerlo. Y tampoco lo hicieron las siguientes generaciones de médicos y filósofos que durante siglos se limitaron a confiar en el juicio del estagirita, “El Filósofo”. ¿Historias del pasado? Nada de eso. Leyendo el genial libro Genoma de Ridley he descubierto que los biólogos dieron por sentado durante décadas que las células humanas tenían 24 pares de cromosomas. La afirmación puede leerse incluso junto a ilustraciones donde pueden contarse claramente 23 pares de cromosomas. No hay mayor ciego que el que no quiere ver.

Hasta los pensadores más educados caen sistemáticamente en el error de dar por sentado que no hace falta buscar evidencia que confirme lo que ya “saben” que es cierto. Se requiere mucha integridad y honestidad para dudar de las propias convicciones, y la mayor parte de nosotros sencillamente no estamos a la altura. O no siempre. Hace pocas semanas, Scott Lilienfeld, uno de los psicólogos clínicos más críticos con las prácticas pseudocientíficas, publicaba en el BPS Research Digest un breve comentario en el que destacaba precisamente el carácter poco intuitivo del método científico. Todos tendemos a buscar sólo evidencia que confirme nuestras creencias y a ignorar o reinterpretar cualquier dato que las desafíe.

Cuando vemos que tanto científicos como legos caen igualmente en estos errores, empezamos a entender mejor por qué triunfan todo tipo de creencias pseudocientíficas. No hay nada más antinatural que pedirle a alguien que ya “sabe” que las pulseras Power Balance funcionan que dude de ello, que lo ponga a prueba, que use una condición de control, o que lea la literatura científica. Detrás de cualquier creencia pseudocientíficas (y de muchas creencias simplemente falsas) se esconde una profunda resistencia a contrastar las ideas con la realidad, resistencia que todos compartimos en mayor o menor grado.

Siempre me ha fascinado que las personas tengamos esta dificultad para abrir los ojos a la verdad y para dudar, aunque sea “metodológicamente”, de nuestras propias creencias, incluso de las que no están firmemente asentadas. Hay incluso algo de anti-Darwiniano en todo ello. Al fin y al cabo, si la mente está al servicio de la supervivencia, como cualquier órgano o función de nuestro cuerpo, ¿en qué sentido puede ser una ventaja ignorar información y caer en errores por ello?

Hace más de dos décadas, Gilbert y sus colegas desarrollaron una línea de investigación que podría proporcionarnos algunas claves para entender cómo y por qué sucede esto. Según Gilbert (1991), la filosofía occidental nos proporciona dos teorías sobre cómo se representan nuestras creencias. Según una de estas posturas, que él vincula a Descartes, la representación de una creencia es independiente de su valor de verdad. Es decir, yo puedo imaginarme que Berlín está en Francia y después juzgar, en un acto independiente, si esa representación es verdadera o falsa. Desde este punto de vista, representar una proposición y juzgar su veracidad son dos procesos cognitivos diferentes. Según la otra teoría, que él vincula a Spinoza, el propio acto de representar algo ya implica afirmarlo, darlo por verdadero. Negarlo supone tener que dar un paso cognitivo adicional; requiere marcar esa representación como falsa. Por tanto, afirmar y negar no son procesos equivalentes: una representación es afirmada por defecto; la afirmación es de hecho parte de la propia representación, salvo que se haga el esfuerzo adicional de negarla.

En una ingeniosa serie de experimentos, Gilbert y sus colegas muestran que nuestra mente parece funcionar de acuerdo con esta segunda teoría. En uno de sus experimentos (Gilbert et al., 1990, Experimento 1) les piden a los participantes que aprendan el vocabulario de un lenguaje imaginario a través de fases como “un mawanga es un árbol” o “un kotchwero es un perro”. Inmediatamente después de cada frase, les dicen a los participantes si la definición que acaban de ver es correcta o errónea. En algunos ensayos, mientras los participantes intentan aprender esta información, el investigador les pide también que hagan una sencilla tarea distractora: pulsar una tecla si oyen un sonido. Los resultados del experimento muestran, como cabría esperar, que la tarea distractora afectó a la capacidad de los participantes de recordar después si una definición era verdadera o falsa. Pero lo más interesante es que la distribución de los errores no era fortuita: las distracciones no solían hacer que las definiciones verdaderas se tomaran por falsas, pero sí hacían que las definiciones falsas se tomaran por verdaderas. Esto sugiere que cuesta más aprender que algo es falso que aprender que es verdadero.

El Experimento 2 es una perfecta réplica con materiales diferentes. Los participantes ven caras sonrientes o tristes, y después de ver cada una, se les dice si la persona que acababan de ver fingía o no esa emoción. Como en el experimento anterior, en algunos ensayos los participantes tenían que realizar una tarea distractora mientras veían esta información. De nuevo, los resultados muestran que la distracción hizo que los participantes juzgaran las emociones fingidas como reales, pero no a la inversa. De nuevo, aprender que una emoción es falsa resulta más difícil que aprender que es genuina.

Este mismo patrón de resultados también se observa en situaciones con más relevancia para la vida real. Por ejemplo, en una serie de artículos posterior (Gilbert et al., 1993), los participantes tenían que evaluar las pruebas de un delito mientras realizaban una tarea distractora. Algunas de las pruebas incriminatorias eran falsas y así se lo hacían saber a los participantes. Sin embargo, todo indica que la sobrecarga cognitiva les hizo a los participantes tomar todos los testimonios por verdaderos, incluso los que eran falsos. Si esos testimonios falsos eran incriminatorios, los participantes recomendaban que ese delincuente pasara más años en prisión y lo juzgaban más peligroso para la sociedad. Así que aquello del “difama, que algo queda” es particularmente cierto cuando estamos sometidos a presión y apenas nos dejan pensar.

Todos estos experimentos y otros similares, indican que, por defecto, tendemos a dar cualquier idea por cierta. Recordar que una idea es falsa o descubrirlo es un proceso adicional que conlleva un esfuerzo y está sujeto a errores. Volviendo al tema que abría esta entrada, no es extraño que a las personas nos cueste tanto cuestionar nuestras propias ideas. Si ya sabemos que nuestras creencias son correctas, ¿por qué molestarnos en buscar información que las apoye o que las falsee?

Pensar como un científico requiere dar la vuelta a nuestra forma espontánea de valorar nuestras creencias. En lugar de dar nuestras teorías por válidas sin necesidad de pruebas, al científico se le entrena para comportarse como si sus ideas fueran falsas salvo que los datos indiquen lo contrario. Lilienfeld tiene razón: el método científico no tiene nada de intuitivo. No hay nada más contrario a nuestra forma natural de entender la realidad.

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Gilbert, D. T. (1991). How mental systems believe. American Psychologist, 46, 107-119.

Gilbert, D. T., Krull, D. S., & Malone, P. S. (1990). Unbelieving the unbelievable: Some problems in the rejection of false information. Journal of Personality and Social Psychology, 59, 601-613.

Gilbert, D. T., Tafarodi, R. W., & Malone, P. S. (1993). You can’t not believe everything you read. Journal of Personality and Social Psychology, 65, 221-233.

Canada, there we go!

¡Estamos en racha! Apenas hace un par de meses que David Luque y yo conseguimos publicar un artículo con nuestros experimentos sobre bloqueo hacia delante y bloqueo hacia atrás, cuando acabamos de saber que el Canadian Journal of Experimental Psychology publicará otro de nuestros trabajos, al que hemos llamado “Dissociations among judgments do not reflect cognitive priority: An associative explanation of memory for frequency information in contingency learning”. Se trata en este caso de un trabajo teórico en el que demostramos que ideas muy comunes sobre las limitaciones de los modelos asociativos de aprendizaje podrían ser sencillamente erróneas. La versión aceptada del manuscrito está disponible en el listado de referencias de la página Investigación de este blog.