Dadme una docena de niños sanos

Una de las grandezas de vivir en un barrio universitario es que una tarde cualquiera puedes entrar en una librería de viejo, revolver cuatro baldas y en el lugar más insospechado encontrar una primera edición de Behaviorism por cinco libras. Tal vez nunca hayas oído hablar de este libro del fundador del conductismo, John B. Watson. Pero si alguna vez has sentido curiosidad por la psicología, seguro que te suena este párrafo, sin duda uno de los fragmentos más célebres de la historia de la psicología:

Dadme una docena de niños sanos, bien formados, para que los eduque, y yo me comprometo a elegir uno de ellos al azar y adiestrarlo para que se convierta en un especialista de cualquier tipo que yo pueda escoger —médico, abogado, artista, hombre de negocios y, sí, incluso mendigo o ladrón— independientemente de su talento, inclinaciones, tendencias, aptitudes, vocaciones y raza de sus antepasados.

Se trata sin duda del texto más maltratado de la historia de la psicología, tomado casi siempre como ejemplo de la simplicidad del conductismo, su indiferencia hacia la naturaleza humana y tal vez también una poca disimulada tendencia hacia la utopía o el totalitarismo. Si alguna vez te han querido hacer entender que este fragmento resume lo peor del conductismo, posiblemente ha sido a costa de sacarlo de contexto de una forma descarada.

Estas líneas apenas pueden entenderse sin hacer un pequeño viaje en el tiempo a los años inmediatamente anteriores a su publicación en 1925. Apenas 17 años antes, Henry Goddard había traducido al inglés el test de inteligencia de Binet, desatando con ello uno de los episodios más crudos y virulentos de darwinismo social de la historia. Aunque el test no fue validado propiamente hasta 1916, se empezó a emplear masivamente en escuelas y centros de salud mental. Entre 1913 y 1917 Goddard instaló en la Isla de Ellis un equipo encargado de pasar pruebas de inteligencia a los inmigrantes que llegaban del otro lado del Atlántico. Sus resultados “mostraban” que en torno al 80% de los judíos, rusos, italianos y húngaros que llegaban a la frontera eran “débiles mentales”. Conforme al pensamiento eugenésico de la época, se pensaba que la escasa inteligencia de estas personas obedecía a causas biológicas y que inevitablemente transmitirían su estupidez a los hijos y nietos que dejarían en suelo estadounidense. Bajo los auspicios de su informe, se aprobó la Ley de Inmigración de 1924 que limitaba la entrada de judíos y ciudadanos de sur y del este de Europa para preservar la homogeneidad cultural, social y racial de Estados Unidos.

La famosa frase que Watson publicaba sólo un año después en Behaviorism pretendía ser un llamamiento contra la eugenesia y el racismo que dominaban la política de inmigración. La alusión a la eugenesia se entiende mejor si uno ubica el texto de Watson no sólo en el contexto de su época sino también en su contexto dentro del libro. El párrafo completo donde aparecen esas frases reza así:

Querría dar un paso más y decir “Dadme una docena de niños sanos, bien formados, para que los eduque, y yo me comprometo a elegir uno de ellos al azar y adiestrarlo para que se convierta en un especialista de cualquier tipo que yo pueda escoger —médico, abogado, artista, hombre de negocios y, sí, incluso mendigo o ladrón— independientemente de su talento, inclinaciones, tendencias, aptitudes, vocaciones y raza de sus antepasados.” Me estoy alejando de los hechos y lo admito, pero también lo hacen quienes abogan por la posición contraria, y lo han estado haciendo durante miles de años. Nótese que cuando se realice este experimento, se me debe permitir especificar la forma en la que se debe criar a los niños y el tipo de mundo en el que habrán de vivir.

Watson sabía que estaba exagerando la importancia del entorno y no le importaba reconocerlo explícitamente. Pero creía que las consecuencias a las que conducía este error eran más benignas que las que se derivaban del error contrario. Para muestra del pensamiento de Watson sólo hay que continuar leyendo. Apenas unas líneas más abajo nos encontramos:

Lo mismo sucede cuando las razas “inferiores” se crían junto con las “superiores”. No tenemos ninguna evidencia de la inferioridad de la raza negra. Sin embargo, educad a un niño blanco y a uno negro en la misma escuela –criadlos en la misma familia (teóricamente sin diferencia alguna) y tan pronto como la sociedad comienza a ejercer su poder aplastante, el negro ya no puede competir.

[…] Nos gusta pensar que se necesitan tres generaciones para hacer a un caballeo (a veces muchas más) y que nosotros ya contamos con más de tres a nuestras espaldas. Sin embargo, la creencia en que las predisposiciones y rasgos son hereditarios nos evita tener que culparnos por la educación de nuestros jóvenes […] En la antigua psicología, los rasgos son un don de Dios y si mi chico o chica se descarría, no se me puede culpar como padre.

¿Se oculta algún interés personal tras la empatía del conductista? En efecto –le gustaría ver eliminadas las suposiciones y conjeturas que están bloqueando nuestros esfuerzos por invertir millones de dólares y años de paciente investigación en psicología infantil porque entonces, y sólo entonces, podremos construir una verdadera psicología de la humanidad.

Para ser uno de los textos más criticados de nuestra joven ciencia, no están nada mal los valores que laten tras estas páginas.

Ciegos ante la evidencia

Se han publicado decenas de artículos sobre la reticencia de los anti-vacunas o los negadores del cambio climático a aceptar la evidencia contraria a sus ideas. Casi todas las estrategias de intervención que se diseñan para luchar contra estas creencias fracasan una y otra vez. Las perspectivas de éxito resultan más desalentadoras, si cabe, cuando tenemos en cuenta que incluso las personas especializadas en cuestionar teorías y someterlas a prueba empírica son terriblemente reacias a cambiar sus ideas cuando los datos les llevan la contraria. Me refiero, cómo no, a los propios científicos.

O eso sugieren Clark Chinn y William Brewer en un sugerente artículo con el que acabo de toparme por casualidad. Según estudios previos que revisan en ese artículo, cuando los científicos se dan de bruces con un dato contrario a sus teorías, sólo ocasionalmente cambian sus creencias. En concreto, según la taxonomía de Chinn y Brewer, las ocho reacciones posibles ante la evidencia contraria son (a) ignorar los datos, (b) negar los datos, (c) excluir los datos, (d) suspender el juicio, (e) reinterpretar los datos, (f) aceptar los datos y hacer cambios periféricos en la teoría, y (g) aceptar los datos y cambiar las teorías.

Los autores utilizan un ejemplo real para ilustrar estas ocho reacciones. En la década de los 80 el premio Nobel Luis Álvarez y sus colaboradores propusieron que la extinción masiva del cretácico, en la que desaparecieron los dinosaurios, se había debido al impacto de un meteorito. El principal dato a favor de esta hipótesis era la alta concentración de iridio en el llamado límite KT, un estrato sedimentario que separaba el periodo cretácico de la era terciaria. El análisis de las citas que recibieron Álvarez y colaboradores durante los años siguientes a la publicación del artículo muestra que gran parte de la comunidad científica simplemente ignoró este descubrimiento (a). Durante algún tiempo incluso el propio equipo de Álvarez tuvo la sospecha de que los altos niveles de iridio en el límite KT podrían deberse a una contaminación de la muestra (b), lo que les obligó a tomar nuevas muestras. Algunos científicos sugirieron que los dinosaurios se habían extinguido 10.000 años antes del impacto del meteorito, con lo cual la capa de iridio no explicaba la extinción (c). Otros opinaban que la química del iridio no se conocía lo suficientemente bien como para poder extraer conclusiones (d). Tal vez algún día se podrían explicar esos altos niveles de iridio sin tener que asumir el impacto de un meteorito. Otro grupo de científicos reinterpretó los datos de Álvarez sugiriendo que el iridio del límite KT en realidad se habían filtrado de capas de sedimentos más recientes (e). También hubo quienes asumieron que el impacto del meteorito podría ser responsable de algunas de las extinciones del cretácico, pero no de todas ellas (f). Esto les permitía aceptar la evidencia encontrada por Álvarez pero sin renunciar a sus hipótesis previas sobre las causas de la extinción de los dinosaurios. Finalmente, algunos científicos renunciaron a sus hipótesis previas y aceptaron la nueva teoría sobre la extinción del cretácico (g).

No recuerdo si fue Thomas Kuhn o Max Planck quien dijo que la ciencia no evoluciona porque las teorías nuevas triunfen, sino porque quienes se oponen a ellas acaban muriéndose. Tal vez esa sea la novena y última reacción ante la evidencia contraria.

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Chinn, C. A., & Brewer, W. F. (1998). An empirical test of a taxonomy of responses to anomalous data in science. Journal of Research in Science Teaching, 35, 623-654.

El Gran Hermano experimenta contigo

Pocos experimentos de psicología alcanzan el impacto mediático que ha tenido el que acaban de publicar Kramer y colaboradores en la prestigiosa Proceedings of the National Academy of Sciences. En principio, el experimento no da para tanto. Simplificando mucho las cosas, su principal conclusión viene a ser que las emociones son contagiosas. Posiblemente se trata del efecto experimental más pequeño que jamás se ha publicado en una revista científica. (La d de Cohen de uno de los análisis es apenas 0.001.) El potencial incendiario del artículo no se debe a su contenido, sino a la metodología empleada. Los autores no se limitaron a llevar a un grupo de 50 participantes al laboratorio y observar su comportamiento, sino que manipularon las actualizaciones de Facebook de más de 600.000 internautas y observaron cómo cambiaba su comportamiento. Todo ello sin que los incautos participantes tuvieran la más mínima idea de que se estaba experimentando con ellos. En concreto, los investigadores limitaron el número de actualizaciones de carácter emocional positivo que aparecían en el feed de la mitad de los participantes y limitaron el número de actualizaciones negativas de la otra mitad. Como consecuencia de ello, el primer grupo de participantes empezó a publicar mensajes más negativos que el segundo.

La polémica se debe a que esta investigación no respeta las normas éticas de investigación que sirven de referente para hacer experimentos psicológicos o biomédicos. Uno de los requisitos básicos de cualquier estudio es que los participantes deben saber que sus datos están siendo observados y deben tener una información mínima sobre el estudio que les permita decidir libremente si quieren contribuir a él o no. También es requisito habitual que cualquier estudio tenga que ser previamente aprobado por un comité ético. El experimento de Kramer y colaboradores lógicamente no cumple con el primer criterio y no está claro sí llegó a ser aprobado o no por un comité ético ni en qué condiciones. Los autores se defienden en el propio artículo argumentando que el estudio no viola el acuerdo que los usuarios de Facebook firman cuando crean una cuenta de usuario.

Al otro lado de la polémica se sitúan los que sin llegar a aprobar esta conducta nos recuerdan que este tipo de estudios no son lo peor que se hace en las redes. El problema de la redes sociales no es que ocasionalmente se realice a través de ellas un estudio de interés científico sin que los participantes tengan noticia de ello. El verdadero problema es que las compañías realizan este tipo de estudios constantemente, con intereses puramente comerciales y sin publicar nunca los resultados de forma que sean accesibles a la ciudadanía. Tal vez sea un error atacar impasiblemente a los autores de un estudio que nos ha enseñado algo sobre la naturaleza humana a cambio de una pequeña manipulación de las actualizaciones de Facebook, mientras ignoramos el verdadero problema: La libertad con la que las redes sociales investigan sobre nosotros con intereses puramente comerciales y venden nuestra información al mejor postor.

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Kramer, A. D. I., Guillory, J. E., & Hancock, J. T. (2014). Experimental evidence of massive-scale emotional contagion through social networks. Proceedings of the National Academy of Sciences, 111, 8788-8790.