El TDAH se sobrediagnostica

Leo, un niño de 10 años, es muy activo y está lleno de energía. Le gusta moverse, y habla y se ríe un montón. Es popular en su clase, un líder entre los niños. Sin embargo, su temperamento causa problemas, sobre todo con el profesor de matemáticas y biología. El profesor dice que Leo se distrae con facilidad por cualquier cosa. A veces parece que no escucha cuando habla el profesor. Tiene problemas para mantener la atención en una misma tarea durante un tiempo prolongado. Leo siempre se está moviendo. Juguetea constantemente con los pies y se revuelve en el asiento. Esto produce verdaderos problemas en esas dos asignaturas. Por eso, el profesor ha contactado con los padres. Los problemas empezaron hace aproximadamente un año, al principio del cuarto curso, cuando este profesor comenzó a encargarse de la clase de Leo. Otros profesores también se han fijado en el temperamento de Leo y en su nivel de actividad, pero esto no ha provocado problemas en otras asignaturas. Los padres de Leo han consultado a un pediatra y no ha encontrado ninguna enfermedad somática. Fuera de la escuela, Leo no tiene ninguno de estos problemas. Obedece a sus padres y respeta las normas de casa. Le gusta jugar con su hermana y se lleva bien con sus amigos. ¿Qué le pasa a Leo?

Si usted opina como el 17% de los psicoterapeutas interrogados por Bruchmüller y sus colaboradores responderá que Leo presenta un trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH). Lo preocupante es que, de hecho, Leo no presenta los síntomas necesarios para diagnosticar el tal vez demasiado popular TDAH. Según el Manual diagnóstico y estadístico de trastornos mentales (DSM-IV) y el Sistema internacional de clasificación de enfermedades (ICD-10), para poder diagnosticar el TDAH debe cumplirse, entre otros criterios, que haya al menos seis síntomas diferentes de inatención y otros seis síntomas de hiperactividad, que la aparición de esos síntomas sea anterior a los siete años de edad y que den lugar a problemas en al menos dos ámbitos diferentes. Estos criterios no se cumplen en el caso de Leo, que por tanto nunca debería ser diagnosticado con TDAH.

Si Leo resulta llamarse Lea, está de suerte. Los resultados muestran que este inocente cambio en la historia supone una diferencia radical en la tasa de sobrediagnóstico. La versión femenina tiene la mitad de probabilidades de ser diagnosticada con TDAH. Esto sugiere, entre otras cosas, que muchos psicoterapeutas pueden estar basando sus diagnósticos más en el estereotipo que tienen de los pacientes con un trastorno –que en el caso del TDAH encaja mejor con la imagen de un niño varón–que en los genuinos criterios diagnósticos que deben usarse según el DSM-IV y el ICD-10.

La situación podría ser bastante más grave de lo que los datos anteriores dan a entender, habida cuenta de que ese 17% de sobrediagnóstico del TDAH posiblemente subestima la tasa real de sobrediagnóstico. Los terapeutas que participaron en este estudio sabían que sus respuestas estaban siendo escrutadas con detalle y que iban a ser objeto de análisis por parte de los autores del estudio. Cabe pensar que sus diagnósticos habrán sido más cuidadosos que si nadie les hubiera supervisado. Es más, ese 17% no incluye a todos los psicoterapeutas que no terminaron de dar el diagnóstico de TDAH, pero decían sospechar que podría ser un caso de TDAH. Es más que probable que en estos casos dudosos, algunos de estos terapeutas se habrían inclinado finalmente por suscribir el diagnóstico. Lo más grave es que estos terapeutas que diagnosticaron erróneamente el TDAH también fueron los más proclives a proponer tratamientos psicológicos y farmacológicos, exponiendo así a los pacientes a un innecesario riesgo de padecer efectos secundarios y trasladando a la sociedad un coste médico igualmente prescindible.

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Bruchmüller, K., Margraf, J., & Schneider, S. (2012). Is ADHD diagnosed in accord with diagnostic criteria? Overdiagnosis and influence of client gender on diagnosis. Journal of Consulting and Clinical Psychology, 80, 128-138.

Nuestros mejores ángeles

Cada vez que Steven Pinker se pone a escribir un libro, sólo cabe esperar lo mejor. Pero a veces consigue superar todas las expectativas. Su última obra, The better angels of our nature es de esos libros que no queda más remedio que leer, antes o después. Se trata de un profundo y meticuloso estudio de la evolución de la violencia en las sociedades humanas. Si eres de los que creen que cualquier tiempo pasado fue mejor, no puedes estar más equivocado. Tenemos la suerte de vivir en la época menos violenta de la historia de la humanidad. A través de un detallado análisis de todos los datos disponibles, Pinker muestra que prácticamente no hay ninguna forma de violencia que no se haya reducido drásticamente a lo largo de los siglos. Incluso incluyendo las dos terribles guerras mundiales, nunca fue tan improbable sufrir una muerte violenta como en el siglo XX. Salvo si tienes la suerte de vivir en el siglo XXI, porque hasta en los pocos años que llevamos recorridos del nuevo milenio sigue su curso la reducción sistemática de la crueldad y la violencia.

¿Quiere esto decir que podemos relajarnos despreocupados a disfrutar de la paz duradera en la que vivimos? Nada  más lejos de la intención de Pinker que hacer predicciones sobre el futuro. Como señala varias veces a lo largo del libro, bastante difícil es entender el pasado como para jugársela a predecir qué va a pasar mañana. Su objetivo no es invitarnos a la serenidad y el optimismo, sino entender por qué la violencia se ha reducido. Si nuestra sociedad es más pacífica que nunca, algo habremos hecho bien. Pero es vital preguntarnos qué es exactamente lo que hemos hecho bien, porque de lo contrario nada impide que en un futuro cambiemos las condiciones sin saberlo y volvamos a nuestra primitiva violencia.

La estrategia que sigue Pinker es aprovechar que a lo largo de la historia ha habido variación en los niveles de violencia para ver cuáles son los factores que han precedido a esa variación y poder así explicarla. Saltar de correlación a causación es una maniobra arriesgada, ya se sabe. Pero cuando uno quiere entender las causas de la paz no hay experimentos que valgan. Uno sólo cuenta con el relato de la historia. A lo largo del texto, Pinker va detectando algunos buenos candidatos a ser reconocidos como causas del declive de la violencia.

Siempre entusiasta de Hobbes, el primero de los candidatos que encuentra Pinker no podría ser otro que el Leviatán: la existencia de estados centralizados con el monopolio del ejercicio de la violencia, evitando la guerra del todos contra todos y haciendo así que la vida deje de ser “solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta”. El diagnóstico del segundo candidato se lo debemos a Kant y a la filosofía de la ilustración. Se trata de las relaciones comerciales entre las diversas naciones, que hacen que cada país tenga más que perder atacando a otro país que manteniendo negocios con él. Conquistar otra nación para apoderarse de sus recursos es más caro que comprarlos en el mercado internacional.

Junto a estos factores de carácter económico y político, Pinker encuentra también factores de carácter psicológico. Uno de ellos es la creciente capacidad de las personas para ponernos en el lugar de los demás y concebir cómo se sienten. Entre otras, según Pinker, le debemos esta creciente capacidad a la literatura, que nos expone en el mundo de la ficción a dilemas, tensiones, y desencuentros que apenas experimentamos en la vida cotidiana y que alimentan nuestra competencia moral. En esta misma línea, Pinker habla de la creciente “feminización” del ser humano como uno de los factores cruciales de la paz que disfrutamos. Los mejores ángeles de nuestra naturaleza resultan tener sexo, y son mujeres.